En 2.008 Barack Obama era una novedosa industria electoral en la
que lo menos influyente era su condición de mulato y lo más su conexión con los
votantes más jóvenes. Obama era un tipo cercano y de su mujer, Michelle, se
escribía que era “la jefa del jefe”. Era la que tenía el bufete de Chicago, el
dinero y el prestigio legal, y a su marido le perseguía a voces por la casa
recogiendo la ropa que iba tirando por los pasillos camino de la cama. No está
demostrado el éxito de la “jefa” con el tabaquismo del Presidente. “Yes we can”
(“Sí se puede”) que tanto juego ha dado
a los embozados comunistas de Podemos. Rodeado de brillantes imberbes
voluntarios el lema de Obama fue un mantra expansivo que sirvió (como en
España) para cualquier propósito. Lo
inventó un publicista jovenzuelo hoy enriquecido en la empresa privada. El caso
es que Obama, ya casi pato cojo, no pudo cumplir los artificios de su mensaje
voluntarista; ni con la reforma sanitaria en una sociedad que desconfía de las
intromisiones en sus vidas del Gobierno Federal, ni con el cierre de la prisión
de Guantánamo, cerrojazo que no le permiten ni la Agencia Nacional de Seguridad
ni los militares. Paradójicamente ha restañado la economía pero a costa de un
Congreso de mayoría republicana. Empeñado en irse de Irak ha tenido que
regresar a toda prisa ante un problema aún mayor, tal como cuando el último
soldado de la OTAN levante el pie de Afganistán se desatará la enésima guerra
de los talibanes asentados a ambos lados de la frontera con Pakistán. Ha
desatendido Europa, está en graves desacuerdos con Rusia y en el primer mensaje
que lanzó al Islam desde la Universidad de Cairo fue un recuerdo del esplendor
de Al Andalus, como mentar la soga en casa del ahorcado. Con el acercamiento a
Cuba pretende algún arterísco a pie de página. Y es que no basta con querer
poder.
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