Julio María Sanguinetti
firmó un decreto ayer, el mismo día de su asunción presidencial, que deroga las
prohibiciones aplicadas durante la dictadura contra partidos y gremios como la
Convención Nacional de Trabajadores, el Partido Comunista, el Partido
Socialista o el Plenario Intersindical de Trabajadores.
Fue una jornada de símbolos:
inmediatamente después de recibir la banda presidencial de su vicepresidente,
Enrique Tarigó, Sanguinetti anunció el inmediato restablecimiento de las relaciones
diplomáticas con Venezuela, rotas tras el secuestro en la Embajada venezolana
en Montevideo de una muchacha uruguaya, refugiada de la dictadura militar y que
aún continúa desaparecida.En la mañana, Sanguinetti, abogado y periodista ce
origen genovés, de 49 años, casado con Marta Canessa, historiadora y
periodista, con dos hijos, había prometido por su honor el cargo de presidente
en el Congreso de la Nación y ante los representantes de 72 delegaciones
extranjeras. Felipe González tomó asiento junto a Bettino Craxi y, acaso
intencionadamente, se hizo sentar juntos a los presidentes Daniel Ortega, de
Nicaragua, y Luis Alberto Monge, de Costa Rica; tras ellos, el secretario de
Estado norteamericano, George Shultz.
Tras la promesa -Uruguay es
un país eminentemente laico-, el presidente Sanguinetti pronunció un brillante
discurso sin un solo papel a la vista. Calificó la actual crisis económica
latinoamericana como peor que la de 1929, hizo un llamamiento para superar no
sólo 11 años de dictadura sino 20 de desencuentros nacionales, y aseguró asumir
el mando de las Fuerzas Armadas con firmeza y sin espíritu de revancha.
Sanguinetti y su
vicepresidente, Enrique Tarigó, subieron a la plataforma de carga de un
espantoso jeep amarillo y, de pie, agarrados a la barra
antivuelco, desfilaron desde el Congreso hasta la casa de Gobierno protegidos
por la caballería de gala.
La multitud en la Plaza de
la Independencia iba saludando a los jefes de Estado y primeros ministros a su
llegada a la casa del Gobierno, y saltó de júbilo cuando la megafonía anunció
que el Gobierno democrático había entrado en funciones. La policía uruguaya se
desplegaba correcta y pasiva, en tanto los sistemas de seguridad de algunos
mandatarios extranjeros -el español entre otros- se empleaban con rudeza, poco
comprensivos con las simpatías que entre los orientales despiertan
personalidades como Felipe González. Como contraste, el presidente boliviano,
Hernán Siles Suazo, cruzaba la plaza rodeado sólo por dos altísimos edecanes
que casi le conducían como a un niño, abrazado y besado por las gentes que
vitoreaban a Bolivia.
Una recepción en el
Parquehotel -donde comenzaron hace años las conversaciones entre políticos y
militares uruguayos- y un concierto de gala en el teatro Solís completaron el
protocolo de la toma de posesión.
Por las calles, y hasta la
madrugada, baile generalizado al ritmo delcandomblé y juegos de azar callejeros,
prohibidos por la ley pero tolerados como desahogo de los empobrecidos
uruguayos.
Ni un solo uniforme militar
uruguayo a la vista y ni el menor incidente callejero.
Abandono de un general
La restablecida democracia
conoció ayer su primer problema castrense. El jefe de la más importantes
división del Ejército uruguayo, general Jorge Bonelli, pidió su pase a la
situación de retiro. Esta decisión de Bonelli, uno de los militares más duros y
hombre de confianza del último presidente de
facto, general Gregorio
Alvarez, se relaciona con los nombramientos castrenses realizados por
Sanguinetti. El Gobierno debe buscarle sustituto entre 14 generales, todos
ellos ascendidos dentro del periodo autoritario, para otorgar el mando de esta
división, con sede en Montevideo, informa Efe.
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