El mamporreo sobre Libia
(el concepto de ofensiva es más serio) es el mayor error de apreciación militar
desde la carga de la Brigada británica de Caballería Ligera en Balaklava,
Crimea, contra un tren de artillería rusa. Desde entonces las cargas frontales
desaparecieron de los manuales como se esfumó la heroica y estúpida Brigada.
Los estrategas de café, pero que cultivamos la afición de estudiar el arte de
la guerra, sabemos que la exclusión aérea o es el prologo de maniobras más
contundentes o es un placebo. El general Schwarzkopf tras ahorquillar a la
Guardia Republicana en la guerra del Golfo comunicó con su superior Colin
Powell: “Entre mi y Bagdad no hay nada”. Le tiraron de las riendas y el sur de
Irak quedó durante años bajo exclusión aérea, gastando gasolina, sin molestar
lo más mínimo a Sadam Hussein y emponzoñando la herida que floreció en la
guerra de Irak. La resolución de las Naciones Unidas equivale a recomendar
comer sin abrir la boca. Si bombardeas Belgrado con grafito, se cortocircuitan
todos los sistemas electrónicos y cae Milosevic. Pero Libia no es un Estado
fracasado o gamberro; es que no es un Estado sino una conjunción de 140 tribus,
30 de ellas determinantes, algunas con un millón de parientes, entretejidas por
un iluminado y cruel orate de frenopático vestido por Mariquita Pérez. No hay
administración de Justicia, ni siquiera censo; el Ejercito es pequeño y
subordinado a milicias y mercenarios subsaharianos; la aviación es una feria
chatarrera, y solo la cohetería rusa de SAM tierra-aire suponía un
inconveniente, se supone que despejado por la exhibición de “Tomahawk” de la
marina americana a un millón de dólares la bofetada. Mientras Gadafi guarda sus
carros en las ciudades buscando escudos humanos, puede doblegar a los mal
armados y peor dirigidos insurgentes con tácticas de infantería en la carretera
Trípoli-Bengasi, único teatro de operaciones. Golpear a Gadafi sin matarlo,
para que no se le tome a mal la Liga Árabe, es boxear con un colchón.
Esta extraña coalición
occidental puede verse empantanada por la acefalia. Obama mantiene el apoyo
pero solo se comprometió a ser detonador y resigna el liderazgo: “Quiero una
guerra muy corta y contundente, no otro Irak”. Sarkozy no quiere bajarse del
tacón mexicano, pide focos sobre sí y propone una dirección política del
conflicto. Ya se sabe que la guerra es una cosa demasiado seria como para
dejarla exclusivamente en manos de los militares, pero no es menos cierto que
un camello es un caballo dibujado por una comisión. Berlusconi amenaza con
quitar las pistas bajo las ruedas de los cazabombarderos si no se unifica el
mando en el Cuartel General de la OTAN.
Cameron hace seguidismo de Francia, y Angela Merkel, entre sus electores y los
negocios libios, está sin estar en sí, yendo y viniendo de Berlín a Paris con aires de buscar con urgencia el
tocador de señoras. España va de cantinera porque según Trinidad Jiménez en Libia
no hay ninguna guerra. Tampoco la señorita Trini es una ministra de Asuntos
Exteriores, pero somos de buen conformar. El debate teologal sobre que es una
guerra provoca más melancolía que el bizantinismo de cuantos ángeles caben en
la punta de un alfiler. La guerra (o la mamarrachada humanitaria) ya está
enquistada. Ya ni se prohíbe ejecutar al verdugo ni siquiera derrocar el
régimen. La Tripolitania, base de tribus poderosas como Warfalla, sin cuyo
concurso nada es posible, Awlad Busayf, y la Cirenaica (Al Awagir, Al abaydat)
son históricamente hostiles, y los rebeldes coquetean con el fundamentalismo.
Separarlas por un cordón sanitario será una tentación a la que se opondrá el
Consejo de Seguridad. Estamos como el gañan ante la agonía del progenitor: “Ni
se muere padre, ni cenamos”. En el desierto no se debe levantar una piedra
porque siempre hay un escorpión. Fernando el Católico tomó Trípoli en 1510,
plaza española por 43 años a través de los Caballeros de Malta. Tenemos algún
título para enviar a Rubalcaba de Procónsul para que les explique la alianza de
civilizaciones.
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