Cambiar la primera página de un diario impreso sobre la hora de
cierre supone una descarga de
adrenalina, y el jueves la portada de “
La Razón “ brillaba con las pupilas violeta de Elizabeth Taylor a cinco
columnas sobreimpresionadas por un título redondo: “ Liz Taylor, el cine cierra
los ojos “.Tal grafía sólo la soporta el papel, mientras dure. Richard
Burton, doble marido, murió en Suiza
junto a Susy Hunt, ex de
un corredor de Fórmula-1, abstemio del
alcohol y de Liz. Suzy durmió
mientras su marido leía con las gafas caladas y tomando notas en los márgenes, no de una revista sino de un
ensayo de Montaigne. La despertó un
ronquido como el gorgoteo de una
cañería, y enviudó al llegar el doctor. Burton no era un bruto borracho y
rijoso. Soberbio actor de teatro sabía
de memoria todo Shakespeare y era un intelectual de las tablas perjudicado por la luminaria del cine. Su pasión por Liz era para la pluma de Terenci Moix. Tras una bronca dipsómana la espetó: “No soporto a las mujeres peludas, paticortas y de culo
caido, y he tenido que dar contigo”: Ella llamó a sus doncellas , hizo que le
afeitaran la cabeza, el pubis y las
cejas, y bañada, perfumada y enjoyada, sólo cubierta por un tul, fue en su
busca. Ningún día del orgullo gay hizo
tanto como Liz por la imagen de los homosexuales, poniendo el hombro a James
Dean, Montgomery Clift, Freddy Mercury o Rock Hudson, en los años en que el
SIDA era la peste bubónica. Su larga filmografía sobre la obra de otro alcohólico complejo e inteligente como William Faulkner,
hace pensar que Liz tenía también algo tras los ojos lila.
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