En mi internado con los hermanos salesianos no me impartieron la
entonces vigente Formación del Espíritu Nacional ni la inexistente Educación para la Ciudadanía sino Magisterio
de Costumbres, enseñándome a comportarme socialmente con discreción y prolijidad,
a no molestar ni imponer mis criterios a los demás, a pelar la naranja sobre el
plato con cuchillo y tenedor o no besar la mano en descubierto o descubrirme en
techado. Asuntos aleatorios que nos vamos dando a nosotros mismos y que
aceptamos, rechazamos u olvidamos con libre albedrío. La clase política
española, últimamente dada al ensanchamiento de las libertades, como si
emergiéramos del Medioevo, no procura dulcificar y amabilizar la relación entre
las personas sino reglamentar el comportamiento de los súbditos que son siervos
de la gleba para el Estado, la autonomía y el municipio, claves del régimen
autoritario. La espuma de la progresía (que calla ante la pena capital), el
socialismo de pachanga que sufren los verdaderos socialistas, y las derechas
nacionalistas, se acuestan en extraña
camada para dictar, normatizar o prohibir que en Cataluña, por ejemplo, no se
pueda celebrar una corrida ni pasear sin sudadera a diez metros de la playa.
Artur Más y sus palmeros podrían cantar como Manolo Escobar que no les gusta
que a los toros vayas con minifalda. El andaluz José Montilla y su mujer se
quitaron de los toros como quien lo hace del tabaco, y en Barcelona no puedes
representar “Carmen” porque el libreto de Bizet incluye la representación de
una lidia. La antitauromaquia solo tiene sentido como antiespañolismo y nada
tiene que ver con la defensa de los derechos del animal tan olvidado en los
veranos catalanes. Una vez más el prohibicionismo nos impide elegir para correr
mansuetos por los caminos que marca una nomenclatura política asaltada por
mesnadas de ganapanes y analfabetos. Prefiero la educación salesiana; gracias a
ella tomo la naranja con cubiertos, la pelo a mano o la desgarro a mordiscos en
soledad si me pete.
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