Jordi Pujol siempre ha demostrado su preocupación por la
gobernabilidad de España, apuntalando al PSOE o al PP. Olvidó que Felipe
González esperaba verle en la cárcel por Banca Catalana y forzó a José María
Aznar a aquello tan chusco de que hablaba catalán en la intimidad, pero sabía
moderar su independentismo aunque su personaje favorito sea David Ben Gurión.
Por un tiempo vendió la identidad catalana por el mundo, como un “ botigers “,
y sin demasiado éxito. Flameaba el lema de que los catalanes son seis millones
para que los extranjeros fueran cuantificando. En California, después del
censo, ubicó Cataluña como un pequeño país entre España y Francia. Un
estadounidense se pasó de listo alardeando su hispanismo y le cortó: “ Andorra “. En Pekín tras recordar que eran seis
millones, los chinos, obsecuentes, le preguntaron por el hotel en que se
alojaban, aunque ésta última estampa puede ser una leyenda de Las Ramblas.
Pujol ve ahora posible una Cataluña independiente. No más que ayer o que mañana
y siempre buscando precedentes. Barcelona tendría más problemas con la Unión
Europea de los que supone el Honorable, pero también Paraguay hace su Presupuesto con el contrabando y se le
deja hacer. El sueño de Quebec se desvanece porque los quebequenses a cada
consulta quieren ser más canadienses. Lo de las islas Feroe es un timo porque
pretenden la independencia pero que Dinamarca les mantenga. En el debate en
Cortes republicanas por el Estatut, Ortega advirtió a Azaña que el “ problema catalán “ nunca tendría
solución. El nacionalismo catalán es como el portugués: una nostalgia
inextinguible.
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