El escritor y diplomático
José María Alfaro fundó hace décadas la asociación de amigos del verdugo de Burgos,
al que homenajeaban con una cena literaria anual no por conformidad con la pena
de muerte sino por la singularidad excéntrica del sayón. El entonces ejecutor
de aquella Audiencia firmaba ripios en un diario local y era conocido por su
desinhibida bonhomía. Tradicionalmente el verdugo no usaba caperuz y era tenido
por un funcionario al que un par de
siglos atrás solo se le obligaba a distinguirse públicamente con un puntiagudo
gorro verde y una escalerita bordada en amarillo, portando una vara para señalar
en el mercado sus piezas de consumo sin tocarlas. Los carceleros propalaban sus
maneras y delicadeza hasta el punto que acomodados los fierros del garrote vil
sobre el gaznate del reo le palmeaba confianzudo: “Tu quédate tranquilo que yo
no te guardo ningún rencor”. La macabra anécdota (cierta) me la recuerda
Zapatero confesando que se marcha sin rencor porque ello no cabe en la nomina
de sus sentimientos. Habrá que agradecerle al caballero que nos perdone como
aquel verdugo de Burgos por no insistir en el entusiasmo sobre su gestión.
Aunque con justicia se ha criticado a Zapatero por su infantilismo político y
su patológica enemiga con la verdad nadie le está despidiendo con
aborrecimiento, sino con alivio.
Arthur Miller escribió
“Después de la caída” tras la patética muerte de Marylin Monroe, intentando razonar el fracaso del
matrimonio entre la belleza y la inteligencia. Zapatero y la mayoría de la
dirección socialista se están yendo enfurruñados sin intentar siquiera un
atisbo de autocritica sobre todo lo que han hecho mal y su desconexión con una
mayoría social. Después de la caída perdonan a los españoles que no hayamos
entendido su progresismo adolescente. Sus terminales repiten impávidas que la
caída del Presidente es consecuencia de la burbuja inmobiliaria originada por
el malvado José María Aznar para despoblar el andamio y destruir su propia
sucesión, y que la crisis financiera internacional es otra daga del capitalismo
apuntada al corazón de la socialdemocracia redistributiva. A lomos de crímenes
bancarios regresan los que van a privatizar la sanidad y la enseñanza para
crear a los ricos nuevos territorios de expolio. Cuando Felipe González
abandonó el poder tras su dulce derrota aseguró que España no cumplía una sola
de las condiciones del tratado de Maastricht, quedando fuera del euro que hoy
nos sirve de colchón. El monstruoso Aznar, al que se llegó a tildar de asesino
por las calles, entró en La Moncloa arremangado, llamando al viejito y
entrañable José Barea, que por haberlos hecho se sabe los Presupuestos de
memoria, y junto a un tendal de colaboradores, recortó durante días las cuentas
hasta dejárselas cuadradas a Rodrigo Rato para que pidiera la entrada en la
eurozona sin que se vieran cercenadas las prestaciones sociales. Un almirante
esperaba una tarde en la antesala para informarse sobre un necesario pero
carísimo proyecto naval, y salió Barea a consolarle porque el militarista Aznar
había hecho zozobrar a la Armada.
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