La delicada situación física del expresidente Adolfo Suárez hace
imposibe que sepamos nunca en que se basaban sus sospechas sobre el artillero
Alfonso Armada, general de división y hombre, a más de profundamente religioso,
de una integridad personal a prueba de cincel. Fueron sus virtudes, su disciplina, su austeridad, su
moralidad, las que le condujeron a ser uno de los profesores del Príncipe Juan
Carlos y, después, secretario de su Casa durante l7 años.Pero el comienzo de los
años ochenta fue un caldero de conspiraciones y misterios en el que Armada no
fue el único protagonista, ni siquiera el principal: la Unión de Centro
Democrático, el Gobierno que desatascó el carro de la democracia, se encontraba
en descomposición interna y era un reino de taifas personalistas; ETA jugaba
abiertamente al golpe de Estado, asesinando oficiales y jefes militares,
sembrando el malestar militar ante una hipotética debilidad del propio sistema
democrático; y Suárez había perdido su carisma y se rumoreaba en la Corte que
también el favor del Rey.
Suárez y sus hombres de confianza pusieron su empeño en sacar a
Armada de La Zarzuela teniéndole por una influencia nefasta y hasta
inconstitucional. Armada no era un golpista en ”estrictu sensu ”, ni un milico
bananero y menos un traidor a sus
juramentos y al Rey por el que sentía veneración. Pero en su almario hubiera
preferido que España estuviera presidida por Manuel Fraga y su entonces Alianza
Popular, que por la UCD. Claro que solo por eso no se organiza una asonada como
la del 23 de febrero de 1.981. Mi amigo Enrique Múgica Herzog, uno de los
líderes socialistas que entronizó a Felipe González, exministro de Justicia y
ex Defensor del Pueblo, se enojará solo porque le cite, pero su reunión con
Armada en Lleida tuvo lugar. El general
estaba al frente de la división de montaña Urguell y Múgica presidía la
comisión de Defensa del Congreso. Hubo dos comensales más, de menor
importancia, y, por supuesto, de la complicada situación del país y de la
necesidad de dar un “golpe de timón”, expresión de moda en aquellas fechas. Los
hacedores de chismes suponían que el PSOE podría no oponerse frontalmente a un
Gobierno de Salvación Nacional presidido a plazo fijo por un militar de
prestigio que no aboliera la Constitución. Yo no creo que González suscribiera
tamaña chapuza. Lo único que se
de cierto sobre aquel atípico almuerzo es que Alfonso Armada se quejó de que
teniendo su división tantos semovientes, estando tan escasamente mecanizada, no
podía hacerla desfilar porque movía a risa. El general requirió para sí la
segunda jefatura del Estado Mayor del Ejército y, dado su historial, nadie se
la pudo negar pese a la oposición frontal de Suárez que siguió viendo en él un
peligro para la democracia.
Sus movimientos la tarde del cuartelazo son extraños. Hizo creer a
otros, como el general Juste, al mando de la división acorazada en las puertas
de Madrid, que se encontraba en Zarzuela asistiendo al Rey en la crisis. La
famosa frase del general Sabino Fernández Campo, su sucesor en la Casa, :”Ni
está ni se le espera”. Intentó sin éxito que se le reclamara desde Palacio y,
finalmente, pidió permiso a su superior, teniente general Gabeiras, para acudir
al Congreso y reducir sin sangre a un Tejero que insistía en no recibir más
órdenes que las de Milans del Bosch, capitán general de
Valencia.Antonio Tejero sostiene que
Armada le presentó la lista de un Gobierno de coalición, disparatado, que iba desde Manuel Fraga a Ramón
Tamames, entonces en la dirección comunista. Armada quería dirigirse a los
diputados secuestrados y Tejero amenazó con matarle allí mismo y luego pegarse
un tiro. El desenlace de aquella zarzuela castrense es conocido, y el Rey fue
desmontando con el teléfono de la Red Militar de Mando un tejido de Capitanías
Generales Más tupido de lo que todavía creemos.
En su juicio por rebelión militar junto a una treintena de
conmilitones y un solo civil (García Carrés, un sindicalista vertical), Armada
si que estuvo meridianamente claro: nada tenía que ver el Rey con la
conspiración y él era el único responsable de sus posibles faltas. Días antes
del inicio del proceso nos reunimos en una cena Sabino Fernández Campo, el
general Manglano, director del entonces CESID (servicios de inteligencia), Juan
Luis Cebrian, el editor Jesús de Polanco y yo. Se nos advirtió que la defensa
de los encausados no tenía otro propósito que la de embasurar la figura del Rey
atribuyéndole la iniciativa golpista, y que les preocupaba la intoxicación de
los medios informativos. Así fue; todos los encausados hicieron piña aduciendo
obedecer órdenes por la cadena de mando asegurándoles que detrás estaba la
voluntad del jefe supremo de las Fuerzas Armadas. Armada declaró repetidamente
que no había recibido ninguna órden real, que informó a sus superiores de su
intención de ir al Congreso y que todos sus pasos aquel día fueron dirigidos a
evitar una matanza.Ya se sabe que para la jurisdicción militar no basta con ser
inocente sino que, además, no tienes que parecer culpable, y era inevitable que
al religioso artillero de la “División Azul” en el frente de Leningrado
(precisamente junto a Miláns del Bosch) le condenaran a treinta años por
rebelión militar. Pocos añoso antes le hubieran fusilado.
A medida que los protagonistas de aquellos sucesos mueren sin
memorias, se difumina la nomenclatura de responsabilidades. Muchos sostienen
que el “Elefante blanco” (“militar, por supuesto”) que debía dirigirse a los
diputados era Armada. Es lo más verosímil pero existieron otros supuestos. En
Montevideo el teniente general Gutierrez Mellado, Vicepresidente con Suárez
y también caballero sin espada ante
Tejero, me tomó del brazo en un paseo: “El Elefante Blanco era el teniente
general, último ministro del Ejército en un Gobierno de Franco. Santiago y Díaz
de Mendívil. En el juicio militar hacíamos bromas: “¿De que color es el Elefante Blanco de Santiago?”. Armada
ha muerto fiel a sus lealtades sin levantar una palabra contra nadie,
cultivando flores exquisitas en los invernaderos de su pazo gallego. Para la
Historia, otro espadón. En la vida privada, un señor. Equivocarse no es delito.
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