El diario “Informaciones”, dirigido por Jesús de la Serna, fue el
último vespertino español, y antes que amaneciera la redacción estaba
trabajando al completo. A primerísima hora los teletipos electromecánicos
repiquetearon sin campanillas, sin señal de alarma, una noticia banal: una fuga
de gas en la madrileña calle de Claudio Coello,
junto a la Iglesia-convento de la Compañía de Jesús. Local envió a una
redactora a echar un vistazo, y antes que llega, la compañía gasística nos negó
incidencia alguna en toda la ciudad. No existían los móviles ni Internet y las
comunicaciones telefónicas del periódico pasaban por una centralita manual
servida por una sola operadora.
Nuestra
compañera tuvo que buscar una cabina de teléfonos que funcionara y empezar a
comunicarnos sus primeras extrañezas: junto al edificio de los Jesuitas había
un tremendo socavón lleno de agua, coches seriamente dañados y un amplio
desorden de policías y bomberos visiblemente desorientados y descoordinados. No
era preciso ser un periodista avezado para entender que aquello era algo más
que una fuga de gas. Pero a nadie se le ocurrió suponer que el Presidente del
Gobierno, almirante Luis Carrero Blanco agonizaba en el patio interior del
convento dentro de su automóvil de respeto aplastado hasta un tercio de su
altura. Un jesuita anciano vio caer el coche sobre una terraza interior en
altura, y dio aviso a sus hermanos, quienes teniéndole por senil no le hicieron
caso. Cuando descubrieron aquel insólito horror, el Almirante aún respiraba inconsciente y el
chófer y el escolta habían muerto. Fue un contacto en el palacete de
Presidencia en el Paseo de la Castellana quien nos confirmó el magnicidio y la
asunción del cargo por Torcuato Fernández Miranda. También en ese momento
comenzó a urdirse una maraña de teorías conspirativas que duran hasta nuestros
días. Aún discutimos quien mató al general Prim y seguimos especulando sobe
quien asesinó al almirante Carrero.
A Carrero, y sus servidores,
los mató la indescriptible incompetencia de los servicios de seguridad
franquistas, dirigidos a la sazón por el Ministro de la Gobernación, Carlos
Arias Navarro, sucesor del asesinado en una conjura familiar liderada por doña
Carmen Polo de Franco, quien utilizó el ya patente deterioro de su marido. A
Carrero le asesinó un comando etarra porque era un objetivo
importantísimo, y, al tiempo,
increíblemente fácil de matar. La psiquiatra Eva Forest, esposa del dramaturgo Alfonso Sastre, ambos
miembros de la logística etarra, escribió en “Operación Ogro” un canto a la audacia
y el valor de los “gudaris” a los que
todo el trabajo se les dio hecho por la inepcia policial. Carrero vivía a pocos metros de la Iglesia de
los Jesuitas y todos los días del año acudía a la misa y tomar la comunión,
regresando a su domicilio, dando la vuelta a la manzana para desayunar en
familia y partir luego al Ministerio de la Presidencia. Sin alterar un minuto
ni desviarse un metro. Es casi seguro que el Almirante confiara su vida a la
Divina Providencia, pero con ETA efervescente, no le hubiera sido difícil a los
Servicios mudarle ciertas costumbres y organizarle otras rutas alternativas.
Como era de dominio público que Carrero acudía sin falta a la misma hora e
Iglesia, ETA no necesitó mucho esfuerzo de información para saberlo, y perpetraron
asesinarle con un rifle por la espalda, desde el coro del templo, pero
desistieron porque su retirada y salvaguarda no quedaban garantizadas. ETA
nunca fue proclive al martirologio y su
máxima es “mata, pero seguro”. La alternativa estaba clara: el coche
pasando a las mismas horas, minutos y segundos frente a la misma fachada de
Claudio Coello. El alquiler de un bajo, el túnel, la mina, son hechos
históricos sabidos, como que el comando huyó de Madrid a Portugal en una
ambulancia simulada como militar. Que el entonces Secretario de Estado,
Kissinger, hubiera pasado por Madrid, que la Embajada de EE.UU. estuviera
próxima al lugar del atentado o que instancias internacionales vieran en
Carrero la perpetuación del franquismo, son caldo de cerebro para los amantes
de misteriosas conspiraciones.
El almirante introdujo a miembros del Opus Dei
en los Gobiernos de Franco, y de la mano de Laureano López Rodó sostuvo
políticas desarrollistas y tecnocráticas. Por supuesto que no era un demócrata,
pero nunca se entendió con el neofascismo de los falangistas. Ni siquiera tenía
empatía con Manuel Fraga, quien por edad entendía que tras Franco vendría otra
cosa. Hasta Franco se lo dijo al entonces Príncipe: ”No le puedo dar consejos
porque usted tendrá que gobernar de otra manera a como lo he hecho yo”. El
Almirante fue un franquista sin matices y como San Francisco de Borja no
pensaba volver a servir a Señor que se le pudiera morir. Sus propios hijos
creen que a la muerte de Franco hubiera dimitido ante el Rey, por lealtad a
este y porque no estaba en su ánimo ser, como el patético Carlos Arias, el
fantasma irredento del franquismo periclitado. Su muerte no aceleró la
Transición, fue la tromboflebitis en El
Pardo.
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