Es dudoso
que el independentismo sentimental catalán haya leído a François De Callières,
consejero de Luis XIV, autor de “Negociando con Soberanos” y artífice de la entronización en España de la
Casa de Borbón tras la guerra de Sucesión. A partir de 1.693 las potencias
europeas eran conscientes de la debilidad española y la incapacidad de Carlos
II, el Hechizado, para tener descendencia. Las posibilidades de Felipe de
Anjou, nieto de Luis XIV, eran muy escasas y De Callières fue enviado a Holanda
a ablandar el ánimo de los españoles. En una guerra preventiva y oportunista
Francia nos había arrebatado Luxemburgo e invadido Cataluña, conquistando
Barcelona, Gerona y otras plazas catalanas. La inteligencia del consejero
francés convenció a su Rey que devolviera sin contrapartidas tales conquistas,
despertando las simpatías de una en principio hostil Corte de Madrid en la que
nació una facción pro gala. Luego los franceses tenderían que reconquistar la
ya ganada Cataluña pero aquella política de generosidad les dio el trono de
España. De Callières era un estudioso de Nicolás Maquiavelo y su principal obra
, traducida al español como “Negociando
con Príncipes” no fue editada entre nosotros hasta 2.001, lo que demuestra
nuestro escaso interés por el florentino y sus discípulos más aplicados, aunque
intervinieran decisoriamente en nuestra Historia. Tuve el placer de conocer al
prologista de De Callières y gran relector de “El Príncipe”, el general
Sabino Fernández Campo, conde de Latores y por largos años secretario de la
Casa del Rey, pero para un lerdo sus palabras pueden sonar contrarias a lo que
se ha dado en entender por maquiavelismo: ”En la sinceridad radica la lealtad,
que no consiste en callar sumisamente sino en manifestar con respeto y claridad
lo que se piensa”. Y cita textualmente a Maquiavelo: “El Príncipe debe evitar
ser presa de los aduladores”.
“El
Príncipe” es uno de esos casos de éxito inmediato y secular, gracias a los que
nunca lo leyeron, y el maquiavelismo como táctica y estrategia políticas se ha
distorsionado como concepto hasta extremos irreconocibles llegando a ser
sinónimo de felonía, doblez, engaño y toda suerte de crímenes de Corte. El
origen de estos desastres intelectuales reside en la negación de la eminencia
intelectual de Maquiavelo y la
suposición de que escribió su imperecedera obra basándose en un modelo, que,
para los más sensacionalistas, sería la familia Borgia, gran conocida del gran
público por las teleseries. Ni siquiera Lucrecia Borgia fue la envenenadora
profesional que retrata su novelesca fama y sí amante de las artes , espiritual
y para nada incestuosa, y su peligroso hermano César murió casi 30 años antes
de la edición póstuma de “El Príncipe”,
aunque en cualquier caso su lema “Aut Caesar aut nihil” es eminentemente
contramaquiavelico. El poderoso padre,
Papa Alejandro VI, tampoco pudo inspirarse en Maquiavelo, aunque de tanto en
tanto se insiste en hacer planear la sombra maquiavélica sobre nuestra notable
familia levantina que, al menos nos dio en compensación al duque de Gandía, San
Francísco de Borja. Pero los historiadores empecinados en la tesis del “modelo”
no han cejado en su empeño buscando el espejo en Fernando el Católico, II de
Aragón y V de Castilla, esposo de Isabel la Católica. Sus intereses
mediterráneos e italianos tuvieron que despertar el interés del intelectual
florentino, y sí que su biografía contiene rasgos que placerían a lo que
debería ser un Príncipe maquiavélico. Junto con Isabel desarrollaron un
matrimonio con claro sentido histórico. Se traicionó a si mismo expulsando a
los moros de Granada contra el tratado de rendición firmado con Boabdil el chico,
convencido de que la cohabitación era entonces imposible. Ningún otro Soberano
de su poder hubiera tolerado las “Cuentas del Gran Capitán”, descaradas e
insolentes como las de la UGT a la Junta de Andalucía, pero supo moderar
prudentemente su orgullo como acon sejaría Maquiavelo. Quizá traicionó a su
hija Juana con su yerno Felipe el hermoso, pero desde las incipientes Indias a
Nápoles no podía, ya viudo, dejarlo todo al albur de una ninfómana, y por ello
abusó (y murió) de la cantárida (la viagra de la época) para engendrar a
Germana de Foix.
Fernando el Católico si pudo inspirar a Maquiavelo, o servirle de
falsilla, pero “El Príncipe” no es el retrato al minuto de ningún egregio
conocido: es un tratado de acción política que hace énfasis en la discreción,
la mesura y la prudencia, lejos de la crueldad y el engaño. El siglo XX, el más
cruel de la Historia, dio figuras de talla personal que tuvieron que resolver,,
mejor o peor, inéditos problemas de alcance universal. Churchill o
Roosevelet dieron su talla (y ganaron)
pero no fueron maquiavélicos ni aun en la versión sabia ni en la falsificada. Hitler o Stalin,
si es que leyeron a nuestro autor, le
despreciaron. Y Maquiavelo no hubiera aconsejado a Lenin la matanza de los
marinos de Kronstrad. Luego Maquiavelo
es una etiqueta rancia y mohosa que sirve para cualquier cosa: para la
hagiografía o la debelación. La política contemporánea española,
desgraciadamente, no da para tanto. Aquí para encontrar al émulo bueno de
Maquiavelo hay que remontarse a Fernando II. A menos que en el sueño de la
razón consideremos maquiavélico a Artur Mas.
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