Hace millones de años divagaba con Felipe González sobre un
condenado en fuga y pidiendo piedad. Dándose ausencia de malicia, el entonces
Presidente era proclive a la gracia, pero condicionada: “Que acate la sentencia
, y desde la cárcel me pida el indulto, que con mucho gusto le pasaré la firma
al Rey. Pero que se moleste en pasar por la prisión”. Felipe siempre me
convencía, pero agraciando penados me temo que sigue teniendo razón. El viejo
ministerio siempre se llamó de Gracia y Justicia, siendo tan importante la
primera como la segunda. Desde el siglo XVI
la gracia sobre la pena, que no sobre el delito, es potestad del
absolutismo, y hoy de los gobiernos. Pero la discrecionalidad puede pudrir las
más generosas y justas intenciones. Hace semanas un imprudente con resultado de
muerte fue puesto en libertad antes que el Rey sancionara su discutible
indulto, y eso no son formas y disturba el derecho de gracia. Ahora tenemos los
casos de Jaume Matas y del Nido que desde sus domicilios solicitan sus
indultos. Estas decisiones deberían estar regladas y no al albur de
consideraciones políticas, sociales o siquiera sentimentales. Una vez que todas
las instancias judiciales a las que puedes apelar te han abierto las puertas de
la penitenciaría que te toque el reo ha de ingresar a su celda aunque haya sido
Archipámpano de las Islas Occidentales. Y si está condenado por haber usado la
función pública en su provecho, la gracia ha de pasar como el camello
evangélico por el ojo de la aguja. Que al menos estos caballeros pidan su
indulto desde el módulo de admisión. Luis Candelas recibió garrote vil pese a
no haber matado a nadie, negándole la gracia Fernando VII con quien compartía
la cama de una quinceañera. La clave del indulto reside en no personalizar.
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