Hace años el consejero
delegado de un medio informativo me prohibió dar noticias de suicidio porque
éstos sucesos eran inmorales, una falta de la Divina Providencia, un pecado y,
además, resultaba sociológicamente contagiosos. La Organización Mundial de la
Salud (bien cuestionada por la gran estafa de la Gripe A) predijo que las
enfermedades del siglo XXI serían la obesidad mórbida y la depresión con sus
respectivas secuelas de auto muertes. El silencio medroso sólo conduce a no
tomar medidas profilácticas sobre un centón de gentes que no encuentran otro
camino que el del cementerio.
En 2008 se han suicidado
3421 personas de las que no salen en los periódicos: bastantes más que los 3021 muertos en la carretera y la
violencia de género, de ellos sólo un 22% eran mujeres lo que demuestra que
ellas psicológicamente son más fuertes y manejan mejores mecanismos
intelectuales de supervivencia. Una barbaridad: cada día 9 personas se quitan
la vida en España. Ahora no hay construcción pero en el esplendor de la burbuja
inmobiliaria no hubo tantos accidentes laborales mortales por trabajo.
El suicidio no es una maldad, a él lleva la
inmensa tristeza del alma, la melancolía maligna a la que se refieren los
psiquiatras y psicólogos. Se cura o se puede paliar, pero no se atienden.
Siento una profunda ternura por los últimos minutos del suicida que duda en
cometerlo, sólo e incomprendido por la familia y los amigos. Hasta la Iglesia
da oficios y tierra sagrada, tras siglos de anatema a quienes deciden que así
no pueden seguir viviendo. Estamos esquizofrénicos: matamos a fetos y
desasistimos a aquellos que no saben cómo continuar viviendo. Las estadísticas
de suicidas en estos tiempos de crisis pueden ser crueles.
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