Sabemos que el lenguaje
técnico-jurídico es un arcano semántico y sintáctico, y aún así resulta difícil
colegir que procesen al Presidente valenciano Francisco Camps por
“cohecho impropio “, como si le
imputaran un asesinato inadecuado. Yo le
regalé a Felipe González cuando era Presidente
una pequeña colección de máscaras indoamericanas y él me obsequió con un
cajón de excelente vino, y no creo que cohecháramos. El cohecho, como la
prevaricación, son presuntos
delitos nebulosos en los que hay que
probar la intención de delinquir, asunto arduo porque atañe a la conciencia.
José Bono me enviaba quesos desde Castilla-La Mancha y no sé cuantas arrobas
habría de mandarme para que secundara su guerra sucia del lino contra la
añorada Loyola de Palacio. El protocolo de la Casa Blanca establece que el
Presidente puede quedarse con obsequios de hasta 335 dólares, y el resto se exhibe como propiedad
pública. Nada tenemos legislado o decretado al respecto pero es surrealista y
onírico que el señor Camps se haya
corrompido por catorce mil euros en tres trajes devolviendo el favor con
decisiones políticas discrecionales.
Como no es entendible en la geografía de los pelotazos y las corruptelas que la guardarropía de Camps abra las portadas de
los telediarios. Cabe suponer que de lo que se ha trajeado Camps es de don erre
que erre, no dando su brazo a torcer sabiéndose inocente. Lo peor es que en
ocasiones uno tiene que demostrar que no
es culpable y más vale ponerse una vez rojo pagando dos veces los dichosos trajes que cien veces amarillo. De momento ésta
ridícula Corrupción en Valencia es de
película de Berlanga.
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