Lo que hace 50 años se definió encomiásticamente como “Huracán
sobre el azúcar” es hoy una isla a la deriva. Ese “O rectificamos o nos
hundimos “de Raúl Castro confirma los análisis sobre la revolución en la
revolución cubana. Raúl es Presidente,
ministro de Defensa e Interior. Es un orador detestable, sovietísta,
dipsómano, más anti-estadounidense que su
hermano, pero lo suficientemente
listo como para sobrevivir a Fidel, y amo de las Fuerzas Armadas, la Policía y
la Inteligencia, supliendo su falta de carisma
con el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, querido, popular y héroe de las guerras africanas. El Ejército
nunca encabezó la represión y se estima que es
el apto para tutelar los cambios. Raúl lo acaba de confirmar. Otro
párrafo de su discurso insólito confirma las predicciones: la salida es a la
vietnamita: preeminencia del Partido Comunista pero con Embajada
estadounidense, “Coca-Cola”, turismo y pequeñas parcelas de cuentapropistas. La
criba que está haciendo en el funcionariado no se atreve a hacerla ni Zapatero
y solo es posible con las bayonetas bien sujetas. Pierdan toda esperanza los que quieran ver el espejismo de una
primavera de La Habana. No hay posibilidad de revuelta interior ni de
conciliación con el exilio. Para cambiarse a sí mismo el régimen necesita endurecerse aunque también mejorar su política de
derechos humanos, a lo que le ayuda la Iglesia y no Trinidad Jiménez. Ni
liberación de presos de conciencia, ni libertades civiles, ni urnas, pero Cuba
manotea para no hundirse.
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