Los grandes historiadores,
zambullidos en archivos, olvidan en ocasiones la personalidad psicosomática de
los actores de los hechos, y luego tiene que venir un doctor Marañón a
explicarnos que Enrique IV el Impotente sí pudo ser padre de la Beltraneja, lo que
hubiera modificado el camino de España. Henry Kámen, uno de los más
distinguidos hispanistas que ha dedicado su vida a estudiarnos y entendernos
por encima de nuestras propias filias y fobias, hace más entendible a nuestro
primer Borbón anotando el desorden neurobiológico grave que le afectaba y que
pudo heredar de su madre, de la familia Wittelsbach, en Baviera. Hoy lo
tendríamos por bipolar, paciente de tristeza maligna o maniaco-depresivo de
periodo corto. El siglo XVIII no fue fuerte en psico-psiquiatría y los males
del monarca se interpretaron como indolencia o cabalgadura entre la lucidez y
la imbecilidad. Un informe de cámara confirma que el Rey cenaba a las cinco de
la mañana con las ventanas cerradas. Iba a la cama a las siete de la mañana y
se despertaba y tomaba su desayuno a las doce del mediodía. A la una de la
tarde, se levantaba y se vestía, oía su misa matinal a las tres de la tarde, y
al cabo de un rato almorzaba. Después de la comida no tomaba siesta y estaba en
su cuarto divirtiéndose con los relojes, leyendo o haciéndose leer, hasta las
dos de la madrugada en que llamaba a los ministros para el despacho. Su gran
Primer Ministro, Patiño, murió inesperadamente de este horario. Visitantes de
La Granja de San Ildefonso testimoniaban que el Rey emitía unos aullidos que espantaban y que una noche
aulló desde medianoche a las dos de la madrugada. No dieron con otra terapia
que traer de Londres al gran castriti, Farinelli, para cantarle arias, que le
calmaban, aunque exigía que le repitieran incesantemente cinco de ellas. Isabel
de Farnesio, una de las mejores reinas de España, culta, refinada, mecenas de
las artes, hábil diplomática, inteligente y leal a su marido, procuraba ocultar
estos desvarios, porque el resto del tiempo el Rey estaba atento, diligente y
en sus cabales. El 9 de julio de 1746 tras despachar con los ministros en el
Buen Retiro, durmió hasta las doce diciéndole a Isabel que tenía vómito. El
médico estaba fuera, a Felipe se le hinchó el cuello y la lengua y falleció en
segundos. Limpiando el cadáver con esponjas, la piel salía a tiras porque nunca
se lavaba y hubieron de dejarle sucio. Tenía 62 años. Una tragedia porque
Felipe V no era indolente, ni falto de talentos y se esforzó por hacer su
trabajo, pero no podía luchar contra una enfermedad hereditaria que ni siquiera
estaba diagnosticada, lo que no impidió que sus adversarios y enemigos le
lincharan con epítetos y que su figura quedara deformada por siglos ante los
propios españoles.
Kamen publica en “Temas de
hoy” este “Felipe V” que de seguro tendrá ampliación porque es difícil seguirle
la pista documental al Rey. En la Nochebuena de 1734 el Alcázar de Madrid
(donde ahora asienta el Palacio de Oriente) ardió como en combustión espontánea
quedando en pavesas los documentos de la Corona y los papeles de Estado, los
archivos de Marina, Indias y Hacienda, y más de 500 lienzos, entre ellos obras
de Rubens, Van Dyke, Tintoretto y Velázquez. Hubo que derribar los muñones de
los muros. Los Austrias habían dejado España declinante y el cambio de dinastía
despertó la codicia de Europa. El Rey Sol despidió al duque de Anjou antes de
ser Felipe V: “Ya no hay pirineos”, propiciando un solo pueblo franco-español.
Pero Felipe nunca abjuró del reino de España. Y traía la modernidad. Al entrar
en Madrid la Inquisición le invitó a un auto de fe y declinó su asistencia
ofendiendo al clero. La Guerra de Sucesión fue inevitable y el país se vio
inundado por tropas extranjeras con consecuencias que se arrostran hasta hoy,
como Gibraltar o la inquina catalana por la pérdida de sus fueros y el Decreto
de Nueva Planta. La abolición de los fueros de Aragón no fue absolutismo
francés sino centralismo castellano, y Felipe preservó los de Navarra y las
vascongadas. A los 23 años de reinado Felipe e Isabel eran conscientes de no
ser queridos por los españoles, y la enfermedad del Rey y su misticismo le
incitaron a la abdicación en su hijo Luis I de España, retirándose el
matrimonio a los bosques de Valsaín. Las viruelas mataron a Luis I a los 7
meses de reinado, volviendo la corona al enfermo padre, que culminó mal que
bien los cimientos del Estado moderno español. El pueblo no le comprendió y él
tampoco podía entenderse a sí mismo. Biografía académica y apasionante, de
lectura obligada para nacionalistas catalanes y para la familia.
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