Tenía un aura como de oso amable levantado de una siesta feliz. Su
enérgica placidez tenía que proceder de Zaratustra o de Confucio, porque
pertenecía a la extinta especie de los que aman a los demás pero con el pudor y
la timidez de mantener una cierta distancia elegante con el prójimo. Lo peor de
este responso es que sería una gran falsedad por omisión no escribir que fue
una buena persona, un hombre de bien, en estos tiempos en que serlo es una
definición descascarillada cuando no sinónimo de zonzo, desavisado, tontorrón. Este
vizcaíno fue consciente desde muy joven que el primer derecho del hombre es el
de marcharse. España era gris y las noches tardaban en cuajar por las
restricciones eléctricas que suministraban la luz a las siete de la tarde en
invierno. Manu conectó en Madrid con tres periodistas anglosajones que daban la
vuelta al mundo e un prolongado Land Rover. Le admitieron si pagaba su viaje, y
se contrató con varios periódicos para mandarles crónicas de relleno. Y se
marchó. En la Cirenaica, un almacén de chatarra militar abandonada por los
mariscales Rommel y Wawell, acamparon de anochecida y al amanecer descubrieron
aterrados que lo habían hecho en un campo de minas. No recuerdo como salieron
ilesos, pero de aquella aventura nació “El camino más corto”. Si quieres
conocerte a ti mismo da la vuelta al mundo.
Le proporcioné el libro a mi
doctora que no entendía a los periodistas y quedó prendada de aquel personaje
real, insistiendo hasta conocerle. Llegó a casa y obsequió a aquella
desconocida con una pequeña talla china de marfil. En realidad Manu ya nunca
volvió. Se quedó sentimentalmente en la terraza del Hotel “Saigón”, en Vietnam,
esperando una granada del vietcong, como el americano impasible de hijoGraham
Green, su otro yo literario. La guerra de Vietnam fue el crisol de periodistas
tan generosos y escépticos que no creían que preservar la vera un empeño
imprescindible. Comprometido con el mundo más que con el terruño escribió poco
de la transición política española porque siempre estaba en otro sitio, en otra
guerra, en un golpe de Estado, en un quilombo de negros cimarrones. Albergó la
contradicción de escribir muy bien y fundar dos agencias de noticias,
consciente de que el más justo Premio Pulitzer lo ganó el reportero que dictó
por teléfono: “El hijo de Lindberg, hallado muerto”. Su bonhomí a impedía
identificarle con los personajes de “Luna nueva” o “Primera plana” pero siempre
le recordé cuando visionaba esas películas. Le gustaba la electricidad de los
teletipos. Escribió 40 libros y en “La tribu” satirizó piadosamente la
profesión. Dotado de infinita paciencia se vió en el trance de tener que
consolar por medio mundo a una brillante histérica trufada de diva como Oriana
Fallacci. La última vez que nos vimos, hace millones de años (mi religión me
prohíbe visitar a los enfermos), fue en el lobbye del Hotel “Carrera” en
Santiago de Chile. Giró el molinete de la puerta y al entrar ella los
periodistas presentes se ocultaron tras la barra del bar, tras los grandes
butacones, dentro de las cabinas telefónicas.
Solo Manu acudió pausadamente a
besarla. Luego promovería una protesta a Pinochet por mi expulsión del país.
Cuando empezaron a roerle los alifafes no se retiró al País Vasco (No recuerdo
una sola conversación sobre el nacionalísmo que debía parecerle a este
ciudadano del mundo como asunto de marcianos) sino a La Alcarria, a Brihuega,
donde pusieron su nombre a la calle donde compró un caserón, lleno siempre de
amigos, discípulos, perros y gatos, retratados en el entrañable “El club de los
faltos de cariño”. Lo tuvo, y para las mujeres era un peluche, aunque nunca se
casó. Mantuvo una larga relación, entre
viaje y viaje, con una famosa presentadora de televisión. Acabada la historia
ella le entrevistó en su programa preguntándole por el momento más excitante de
su ajetreada vida: ”Cuando te conocí”, contestó en directo dejando a la chica
colorada. En silla de ruedas, ciego por la diabetes, Dios le ha dado un piadoso
extinguir, percibiendo apenas las transformaciones ominosas en el periodismo,
aplastado por modelos financieros inservibles, cambios tecnológicos que afectan
a los contenidos, televisoras de baja intensidad y redes sociales analfabetas.
Supo que en el siglo XX había que hacer el periodismo del XIX e que había que
ser un contador de historias como Stevenson o un Sthendal sujetando el espejo
en la cuneta del camino. Se ha muerto una forma irrepetible de ser periodista.
Todo es ya distinto. Estamos enterrando al último austrohúngaro.
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