Sin ánimo de interpretar al Rey, eso de que la Justicia es igual
para todos es un oximorón, contradicción de términos en una misma expresión;
propio de la mística y la lírica amorosa. Resulta más directa la definición de
San Agustín sobre una Justicia siempre utópica: “Dar a cada uno lo suyo”, que
ya es bastante, y aún así va la
máxima cargada de subjetividad. Ejemplo
muy publicitado de la desigualdad que habita en los tribunales es el del
estadounidense O.J. Simpson, estrella del rugby, mediocre actor cinematográfico
y asesino de su esposa y el amante de este. El mejor (y más caro) abogado
criminalista de California logró su absolución por falta de pruebas, librándole
de la inyección letal o dos cadenas perpetuas sin posibilidad de revisión(y eso
que el sujeto es negro), pero tales eran las evidencias de su crímen que hubo
de afrontar otro juicio civil para resarcir económicamente a los deudos de sus
víctimas. Si no cuentas con un abogado de los de mil dólares la hora, prepárate
para lo peor aunque seas émulo del de Asís.
Tras la IIGM Víctor Manuel de Saboya hubo de abdicar y exiliarse, Benito
Mussolini acabó colgando de una gasolinera de Milán y Hitler se autocondenó con
un pistoletazo en la boca. EL Emperador Hiro Hito, sin embargo, quedó incólume
porque el sabio criterio del Presidente Truman y el general-virrey Douglas
MacArthur estimó que ahorcarle ensangrentaría la democratización de los
nipones.
El peor castigo que sufrió fue que MacArthur cabalgara por el centro
de Tokyo sobre su caballo blanco de ceremonia ante el estupor de los japoneses.
En España está aforada toda la dirigencia, electa o no, de las estanterías del
Estado, y hasta el concejal más superfluo del municipio más perdido encuentra
caminos para hurtarse a su juez natural. Las Infantas, como el Príncipe,
carecen de ese privilegio legal. No así el comunista folklórico Sánchez
Gordillo, alcalde “perpetuo” de Marinaleda, salteador de fincas y supermercados,
que acude ante los jueces que le reclaman cuando le pete, si es que alguna vez
ha comparecido ante alguno y sabe dónde levantan su sede los juzgados que le
son propios. La Justicia iguala a todos, pero con distintos raseros y sin distinción de calidad social. Es el
transfondo del choque entre los antaño amigos y hoy antagonistas, juez Castro y
fiscal Horrach. En la jerga judicial el fiscal es “el instructor del
instructor”, pero en el rifirrafe que nos ocupa el último está a las doce menos
cinco de tachar al primero de prevaricador.Lo que conduce a la melancolía es
este debate subnormal sobre la rampa de acceso a los juzgados de Palma de
Mallorca. Hemos visto a simples imputados etarras o narcotraficantes entrar a
la Audiencia Nacional por las cocheras por razones de seguridad, y a personajes
secundarios subir las escaleras de la puerta principal con casco de motorista
para no ser fotografiados por la guardia periodística. Por no recordar
influyentes y pisaverdes con sentencia firme que no cumplen sus condenas,
aproximándonos a aquella II República en la que decía don Manuel Azaña que no
nombraba ministro de Justicia a Alejandro Lerroux en el temor de que subastara
las sentencias a la puerta de los juzgados.
Al marido de la Infanta Cristina se
le sugirió bajar la rampa en su coche y prefirió dos veces hacerlo andando, y
hasta hizo una declaración a la Prensa. En ninguna parte está escrito cual es
el protocolo para acceder al despacho de un juez; se supone que será
traspasando la puerta, pero no está
legislado si se puede entrar por la ventana o escalando el edificio, o en
aerostato, porque lo sustancial reside en la comparecencia. Además, ¿tiene el
juez competencias sobre el tráfico municipal para permitir o prohibir un
puntual estacionamiento ante la puerta de lo suyo? . Algunas insistencias
delatan el deseo morboso de que la Infanta baje la rampa en sollozos, de
rodillas y hasta arrastrándose para postrarse ante el juez Castro. La rampa de
Palma la ven como paradigma de la Justicia igualitaria, confundiendo los
adoquines con los Códigos. Los linchamientos son tan despreciables como
cobardes porque la ley del juez Lynch fue necesaria cuando la vida y la muerte
dependían del caballo, y el cuatrero y el abigeato eran enemigos de la
Humanidad, pero hoy el árbol del ahorcado solo es muestra de una sociedad
enferma. A los mastuerzos de la rampa la Infanta se les da un ardite: se trata
de barrenar la forma del Estado para hacer la demorada chacinería de una de las
naciones más viejas del mundo.
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