En la revirada carreterita interior de La Zarzuela un jovencísimo
Jacobo Cano se mató chocando frontalmente contra el autobús de relevo de la
Guardia Civil. Era el brillante Secretario de la Casa del Príncipe, cuyas
memorias ni hubieran sido escritas ni habrían visto la luz. Menos los comunistas,
entonces tabú, la dirigencia del antifranquismo llegaba de incógnito al
palacete en el propio automóvil de Cano. Ya se lo había dicho Franco al
entonces Príncipe de España: “Cuando yo falte, Su Alteza tendrá que gobernar de
otra manera”. La Transición comenzó antes de 1.975 y demasiados de los que
vivieron aquellos años están en la jubilación o en la muerte, y van para la
cuarentena quienes no habían nacido ni
para la Constitución ni para la asonada involucionista del 81. El salto
incruento que dimos desde la autocracia a la democracia parlamentaria, de leyes
viejas a leyes nuevas, asombró a un mundo nada pacato. Ya se ha olvidado
aquella acuñación de “…el Rey como motor del cambio”, tan cierta como que solo
Don Juan Carlos podía haber movido el elefante del régimen anterior cuya cúpula
militar había ganado la guerra civil y no era entusiasta del sufragio
universal. Los proyectos de ley los redactaba Fernández Miranda y Suárez vendía
magistralmente el producto, pero sin el Rey trenzando y empujando por detrás no
se hubieran suicidado políticamente las Cortes franquistas. No conviene ser
providencialistas, pero en aquella hora el Rey fue providencial y ni su padre,
Don Juan de Borbón creía en la maniobra. A los reyes no hay que agradecerles
nada, pero tampoco tirarles piedras por haber servido a los ciudadanos con
acierto y premura. Del 23-F cabe quedarse con la frase: “No me voy de España;
tendréis que fusilarme”. Las peripecias personales no hacen Historia. En este
paisaje el Rey es imprescindible.
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