En esta celebración, los jóvenes anarquistas que no saben quienes
fueron Bakunin o Proudhon, no han hecho acto de presencia en el festejo anual,
preludio de las Olimpíadas de invierno, porque la municipalidad helvética de
Davos mantiene blindado el municipio para que los pisaverdes no tropiecen con
las barricadas de nieve. No han aparecido ni las “Femme” con sus pechitos al
aire de feministas de cabaré que les resbalaban a los guardias como sardinillas
en aceite en su intento de cogerlas sin tocarlas para que las televisoras no
mostraran alguna lubricidad policía. Este Foro Económico Mundial fue fundado en
1.971 por un economista helvético cuyas obras completas caben en el anaquel de
los peluches de una niña de dos años. Cien empresas miembros han de facturar al
menos cinco mil millones de dólares anuales para pertenecer al directorio, y
una marabunta de ejecutivos y presidentes de corporaciones pagan cuotas
astronómicas para ingresar a tan selecto como hipócrita club. En las mañanas
los seminaristas cabecean en aulas semi desiertas, dados los irresistibles
atractivos de la noche de Davos, donde el rigorismo calvinista suizo, se
ablanda ante tan poderosos caballeros. No se tiene la más pequeña noticia de
que del carnaval blanco de Davos haya egresado alguna idea útil, alguna propuesta
sugerente, otra prospección de terremotos económicos, ni un solo papel que
aporte una brizna de felicidad a los hombres. Davos es la escupidera de la
economía mundial. Thomas Mann estableció en Davos su elitista sanatorio
antituberculoso de “La montaña mágica” donde familias ociosas y aisladas
vagaban sus alifafes y melancolías en unos pasillos de ficción, ajenos a la
muerte, y, también, a la existencia del común de los mortales. Como la
naturaleza imita al arte, Davos se ha convertido en la montaña mágica del gran
escritor alemán. Al final de la novela los distinguidos ingresados descubren el
inicio de la Gran Guerra de cuyos prolegómenos no sabían absolutamente nada.
Exactamente como ahora.
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