Franklin Deleano Roosevelt ganó la segunda guerra mundial sentado
en una silla de ruedas. Como escribiera Susan Sontag en “La enfermedad y sus
metáforas” la postración física puede verse compensada con un crecimiento
espiritual y hasta con cierto grado de clarividencia. Roosevelt era un rico
heredero neoyorkino, agraciado, culto, ambicioso y amante del mar. Del partido
del burro (demócratas), pese a su aristocratismo, entró directamente en
política como senador por Nueva York, optando luego por la Secretaría de
Marina, cuando las Armas no estaban integradas en la Secretaría de Defensa.
Atacado por una tardía poliomielitis de adulto, sus colegas, su familia y sus
votantes le dieron políticamente por muerto, con pesar ante tan prometedora
carrera vital. El resto de su vida fue un calvario. Su valet, permanentemente a
su lado hasta dormir en su alcoba, debía
higienizarle y bajarle los pantalones para sus necesidades fisiológicas. En las
noches le sacaba de la silla de ruedas (ni siquiera las había eléctricas) para
tumbarle en la cama y desarmarle las férulas de hierro de las piernas, para
repetir la maniobra en la mañana. Pasó dos años rumiando su desgracia hasta que
comprendió que lo suyo no tenía cura ni rehabilitación. En una hoguera de
voluntad en vez de pegarse un pistoletazo se presentó a
Gobernador de Nueva York, ganando contra todo pronóstico. Es verdad que
se rodeó de una parafernalia apropiada a aliviar su imagen de lisiado.
En el
coche descubierto alzaron el asiento trasero hasta parecer que iba en pie, y
durante sus mandatos fue así como revistó tropas. Ante un atril el valet le
fijaba los hierros de las rodillas para que permaneciera tieso sobre dos
piernas rígidas y muertas, porque no se le puede declarar la guerra al Japón
sentado en una butaca. Sin televisión, millones de americanos creyeron a su
muerte que solo padecía una leve cojera. También es verdad que la Prensa era
otra cosa e irrepetible el respeto presidencial. Por primera y última vez ganó
cuatro veces consecutivas la Casa Blanca, obligando al Congreso a limitar a dos
los mandatos por temor al cesarismo. De no ser por un definitivo derrame
cerebral, F.D.R. se hubiera alzado con una quinta Presidencia. Hubo de enfrentarse
a la Gran Depresión de 1.929, al militarismo japonés y al nazi-fascismo
europeo, ganando en todos sus frentes. Eran tiempos en que Winston Churchill
era un obeso mórbido dado a la ebriedad del brandy y los únicos líderes sanos y
fuertes Adolfo Hitler y Benito Mussolini, ambos vegetarianos que ni fumaban ni
bebían. Hay que obviar a Stalin, poseedor de un alma turbia y cruel,
inadjetivable.
Leyendo a los bienintencionados que sugieren la abdicación del Rey,
y a los malintencionados que buscan cambiar el edificio del teatro político,
releo las biografías de Roosevelt y aquellos dirigentes de gesta. Don Juan
Carlos envejece, como todos, y, como él dice, lleva muchos golpes en la chapa,
pero no se es Rey para hacer el plinto sino para ejercer su representación y el
derecho a escuchar y ser oído. Me malicio que la vanidad o el orgullo personal
impide al Rey comparecer oficialmente en silla de ruedas (Stephen Hawking),
utilísimo artefacto en el que se desplaza por Berlín y el mundo el
incombustible ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schuble (tiroteado en la espalda por un
antisistema), mano derecha de la Canciller Ángela Merkel. Por su legitimidad de
ejercicio es “éste” Rey, quien puede patrocinar la Constitución mejor que
ningún otro y evitar que la deshilachen hasta el derecho a decidir de la
pedanía de Monte Igueldo. De este Rey se propalan chismorreos de portería o
alifafes familiares de los que ninguna familia está libre, pero se recuerda
poco que fue el primer empeñado en devolverle la soberanía a la nación
española. El monarca es una garantía añadida porque sabemos que no será él
quien firme el descuartizamiento de España u otra Constitución para un país de
retales o nación de cajón de sastre. Su abdicación sería un desastre histórico
porque precisamente ahora hace falta, simplemente, que esté ahí, aunque tuviera
que presidir un desfile en la noble silla de ruedas en la que se han sentado
tantas figuras venerables. Sin ir más lejos, Nelson Mandela inaugurando los
mundiales sudafricanos de fútbol. El Príncipe reinara en su día como Felipe VI,
sucesor ordinal del primer Borbón que aborrecen hasta la caricatura los
independentistas catalanes. El Príncipe Felipe tiene un buen currículum y
demostrada su capacidad. Pero el Rey tiene la Historia a las espaldas, y esa es
su mayor autoridad. En ningún momento las férulas de de hierro mermaron la
autoridad moral de Franklin D.Rooselvet.
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