12/1/14

METÁFORA DE LA SILLA DE RUEDAS (12-1-2014)

Franklin Deleano Roosevelt ganó la segunda guerra mundial sentado en una silla de ruedas. Como escribiera Susan Sontag en “La enfermedad y sus metáforas” la postración física puede verse compensada con un crecimiento espiritual y hasta con cierto grado de clarividencia. Roosevelt era un rico heredero neoyorkino, agraciado, culto, ambicioso y amante del mar. Del partido del burro (demócratas), pese a su aristocratismo, entró directamente en política como senador por Nueva York, optando luego por la Secretaría de Marina, cuando las Armas no estaban integradas en la Secretaría de Defensa. Atacado por una tardía poliomielitis de adulto, sus colegas, su familia y sus votantes le dieron políticamente por muerto, con pesar ante tan prometedora carrera vital. El resto de su vida fue un calvario. Su valet, permanentemente a su lado hasta  dormir en su alcoba, debía higienizarle y bajarle los pantalones para sus necesidades fisiológicas. En las noches le sacaba de la silla de ruedas (ni siquiera las había eléctricas) para tumbarle en la cama y desarmarle las férulas de hierro de las piernas, para repetir la maniobra en la mañana. Pasó dos años rumiando su desgracia hasta que comprendió que lo suyo no tenía cura ni rehabilitación. En una hoguera de voluntad en vez de pegarse un pistoletazo se presentó  a  Gobernador de Nueva York, ganando contra todo pronóstico. Es verdad que se rodeó de una parafernalia apropiada a aliviar su imagen de lisiado.

En el coche descubierto alzaron el asiento trasero hasta parecer que iba en pie, y durante sus mandatos fue así como revistó tropas. Ante un atril el valet le fijaba los hierros de las rodillas para que permaneciera tieso sobre dos piernas rígidas y muertas, porque no se le puede declarar la guerra al Japón sentado en una butaca. Sin televisión, millones de americanos creyeron a su muerte que solo padecía una leve cojera. También es verdad que la Prensa era otra cosa e irrepetible el respeto presidencial. Por primera y última vez ganó cuatro veces consecutivas la Casa Blanca, obligando al Congreso a limitar a dos los mandatos por temor al cesarismo. De no ser por un definitivo derrame cerebral, F.D.R. se hubiera alzado con una quinta Presidencia. Hubo de enfrentarse a la Gran Depresión de 1.929, al militarismo japonés y al nazi-fascismo europeo, ganando en todos sus frentes. Eran tiempos en que Winston Churchill era un obeso mórbido dado a la ebriedad del brandy y los únicos líderes sanos y fuertes Adolfo Hitler y Benito Mussolini, ambos vegetarianos que ni fumaban ni bebían. Hay que obviar a Stalin, poseedor de un alma turbia y cruel, inadjetivable.


Leyendo a los bienintencionados que sugieren la abdicación del Rey, y a los malintencionados que buscan cambiar el edificio del teatro político, releo las biografías de Roosevelt y aquellos dirigentes de gesta. Don Juan Carlos envejece, como todos, y, como él dice, lleva muchos golpes en la chapa, pero no se es Rey para hacer el plinto sino para ejercer su representación y el derecho a escuchar y ser oído. Me malicio que la vanidad o el orgullo personal impide al Rey comparecer oficialmente en silla de ruedas (Stephen Hawking), utilísimo artefacto en el que se desplaza por Berlín y el mundo el incombustible ministro de Finanzas alemán Wolfgang  Schuble (tiroteado en la espalda por un antisistema), mano derecha de la Canciller Ángela Merkel. Por su legitimidad de ejercicio es “éste” Rey, quien puede patrocinar la Constitución mejor que ningún otro y evitar que la deshilachen hasta el derecho a decidir de la pedanía de Monte Igueldo. De este Rey se propalan chismorreos de portería o alifafes familiares de los que ninguna familia está libre, pero se recuerda poco que fue el primer empeñado en devolverle la soberanía a la nación española. El monarca es una garantía añadida porque sabemos que no será él quien firme el descuartizamiento de España u otra Constitución para un país de retales o nación de cajón de sastre. Su abdicación sería un desastre histórico porque precisamente ahora hace falta, simplemente, que esté ahí, aunque tuviera que presidir un desfile en la noble silla de ruedas en la que se han sentado tantas figuras venerables. Sin ir más lejos, Nelson Mandela inaugurando los mundiales sudafricanos de fútbol. El Príncipe reinara en su día como Felipe VI, sucesor ordinal del primer Borbón que aborrecen hasta la caricatura los independentistas catalanes. El Príncipe Felipe tiene un buen currículum y demostrada su capacidad. Pero el Rey tiene la Historia a las espaldas, y esa es su mayor autoridad. En ningún momento las férulas de de hierro mermaron la autoridad moral de Franklin D.Rooselvet.

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