Los pacifistas tienen a
Albert Einstein por un icono, quizás que ignoran que escribió varias cartas a
Franklin Delano Roosvelt, poniéndole al tanto que era posible la fusión del
átomo desatando energías insospechadas. Luego en la Estación secreta de Álamo
gordo, Robert Oppenheimer, un físico
deslumbrante, paso´ de las ecuaciones a
los hechos. Hace sesenta y cinco años Hiroshima fue arrasada, por casualidad,
ya que había otras dos ciudades prioritarias pero fueron descartadas por malas
condiciones climáticas. Cada aniversario el pujante antiamericanismo recuerda
que sólo EEUU ha atomizado dos grandes centros urbanos de muy dudosa utilidad
militar. El General Tojo quiso suponer que sus adversarios sólo disponían de
una bomba nuclear y hubo que martirizar a Nagasaki, para poder obtener la
rendición incondicional. Pero el
detonante fue Okinawa: con cien mil bajas japonesas y un resto irrisorio de heridos y prisioneros;
otros cien mil estadounidenses fueron muertos o heridos y cincuenta mil civiles
japoneses murieron combatiendo o suicidándose en sus casas. Hay documentales
que muestran a niños, mujeres y ancianos nipones despeñándose por los
acantilados. Pelotones de marines fueron atacados por mujeres japonesas armadas
de lanza. El general Marshall, jefe del
Estado Mayor Conjunto, evaluó en
2.000.000 las bajas americanas si se hubiera desembarcado en las islas
centrales del Japón. El Presidente Truman, apodado “ el camisero de Missouri “ , tenido por
hombre sin carácter, inauguró la era atómica para evitar que una marea de
sangre ( también japonesa ), y frenar a la URSS que ya ocupaba las Islas
Kuriles y podía partir al Japón como después se dividió a Europa, y para
evidenciar la hegemonía militar
americana, quizás el menos nobles de sus propósitos. Pero los EEUU no fueron en aquellas horas terribles
un Moloch cruel y sanguinario. Precisamente es en Japón donde el rancio indocumentado
antiamericanismo europeo no tiene cabida.
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