Dada su mixtura de cordialidad y talento no me extraña que mi
querido colega Graciano García, factótum de la Fundación Príncipe de Asturias,
haya convencido al centenario Óscar Niemeyer, para que le regale a Avilés un Centro Cultural
que opacará al museo Guggenheim de Bilbao, porque la arquitectura del brasileño provoca convulsiones estéticas, funcionales y
anímicas. Río de Janeiro perdió la
capitalidad de Brasil a favor del sueño
de Brasilia, una ciudad artificial, comunicada por tierra con la autopista
Transamazónica, más conocida como “Transamargura “, roída en cada trecho por la selva. Se quería
hacer penetrar ese gran y extenso país en la Amazonia pero todo ha quedado en
una ciudad de funcionarios neuróticos, divorciados y con la pesadilla del aire
acondicionado. Nunca censuraré la infinita lealtad de Niemeyer al Partido
Comunista; sus edificios emblemáticos
tienen de agradable que
reproducen las curvas femeninas, están abiertos al pueblo ( en el edificio del
Congreso entras como en un cine y te sientas en el primer sillón libre ) y de
perversa la planificación soviética que él la ha disfrazado de racionalismo.
Para comprar una aspirina debes ir al “ barrio de las farmacias “, como también
tienen un distrito de hoteles, embajadas, copas, restaurantes, funcionarios y hasta de putas. Brasilia tiene
más índice de divorcios que Las Vegas y
la mayoría de sus habitantes viven esperando el viernes para volar a Río o a
Sao Paulo y regresar los martes. Ni navegando por el Amazonas me he sentido tan
despistado como en ésta capital, en forma de avión, que consigue combinar la
gracilidad del Gran Niemeyer, con la
arquitectura de colmena de los extrarradios
franquistas. Pese a la buena voluntad del hacedor de Brasilia, en mi
último viaje, ya le han empezado a crecer favelas junto al Lago de los
Cocodrilos. Pero muy bien por Avilés,
periciclitado porque industrial, pintado de amarillo grúa, que se merece
poseer un Niemeyer. Sólo uno.
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