5/8/10

LA MUERTE DE LA ORATORIA (5-8-2010)

En “Alicia en el país de las maravillas” Lewis Caroll hace que el conejo blanco ilustre a la niña: ”Lo importante no es el valor de las palabras, lo importante es saber quién manda”. La degradación de la palabra está bien definida en el “Diccionario del Diablo” de Ambroce Bierce, quién define la oratoria como la conspiración entre el lenguaje y la acción para defraudar al entendimiento, o tiranía atenuada por la taquigrafía. Más contundente es Armando Chulak, suponiéndola como arte de incomunicarse a través de la palabra. No siempre ha sido así. Sicilia es la cuna de la retórica, por lo menos en lo que respecta a Europa y se admite que los pioneros en su magisterio fueron los siracusanos Tisias y Corax y que el principal artífice de su extensión desde Sicilia a Atenas fue el sofista Georgias de Leontinas. El primer manual de retorica se atribuye al sofista Anaximenes de Lampsaco. No es casual que en el momento de esplendor de la sofistica este intelectualmente ligado al ejercicio retorico, gracias al cual es posible manifestar una opinión sobre todos aquellos valores, hasta entonces sujetos a criterios absolutos, que la nueve corriente filosófica convierte en relativos y discutibles. La oratoria y la retórica son sustanciales al nacimiento de la Democracia en Grecia y no pueden disociarse de principios éticos y morales. La principal aspiración del orador, a la luz de la concepción aristotélica, es dominar la dialéctica y la persuasión, contribuyendo con el concurso de su conocimiento a la armonía social. Esto no es posible sin la necesaria receptividad en quienes escuchan, objetivo que requiere el prestigio y la honradez del orador.

El orador debe ser persona instruida en casi todos los hábitos del Saber: conocerá la filosofía, las diferentes formas de practicar el gobierno, el derecho, las costumbres y la religión, la gramática y las virtudes, de las que no solo tiene que ser transmisor, sino también ejemplo. Entre las prendas del orador deben sobresalir la honradez y la bondad. Quintiliano afirma que el orador es un hombre bueno que sabe hablar bien. Debe además estar adornado con las galas de la prudencia, la modestia y la moderación y debe hacer saber la sensatez, la virtud y la benevolencia que sustentan su capacidad persuasiva, que se beneficia con un carácter afectivo y empático y un talante abiertamente contrario al mal. El objetivo, el fin, es llegar a la perfección, que solo es posible con la integración armónica de conocimientos, habilidades y virtudes.

El doctor en Filología Santiago A. López Navia pertenece al equipo directivo del Trinity College Group of Spain, a la Universidad de Arizona y al Middlebury College. Experto en Cervantismo y retórica demuestra que el arte de hablar goza de alguna salud académica. En los medios de comunicación puede insistirse en que perjurar es aumentativo de jurar sin que se funda ningún plomo y el bla, bla, bla parlamentario resulta desolador al menos desde Castelar con las puntuales excepciones de Don Manuel Hazaña o José Ortega y Gasset. Quizá internet y la telefonía móvil haga que unos rábulas practiquen el arte de la sindéresis saltando del apocope a la onomatopeya convirtiendo el lenguaje en una bomba de fragmentación. El único padre de la patria al que, al menos, se entiende es, paradójicamente, el catalán Josep Antoni Durán i Lleida. Al Presidente del Gobierno se le comprende tan poco, que parece a veces que habla hacia atrás.

En “El arte de hablar bien y convencer” (“Temas de Hoy”) el profesor López no da ningún consejo de manual de autoayuda, sino que espiga una impagable selección de textos de Platón, Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, proporcionándonos un barniz imprescindible sobre nuestras moribundas raíces greco-latinas sólo conservadas en formol en los ámbitos universitarios.

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