El brillante Luis Mariñas,
ido prematuramente, me contaba su entrevista con Saddam Hussein en las vísperas
de la primera guerra del Golfo, única que concedió el sátrapa a un medio
occidental. Caminaban a la par por un pasillo, precedidos por fotógrafos, y
Hussein se empeñaba en cogerle de la mano como es usual entre varones árabes, y
Mariñas manoteaba como una tímida doncella porque no quería precisamente esa
foto. Luego en Madrid la CIA presionó por los videos para estudiar hasta el
último detalle del despacho del iraquí. En su última visita a España, escoltado
por una guardia amazónica de doscientas vírgenes, Gadafi extendió su tienda en
un prado, estabuló su camella favorita para la leche diaria, y revestido con
una especie de cortinas rojo-farol-encendido, como Joan Crawford en “Johnny
Guitar”, entrelazó su mano con la de Zapatero para hacer el paseíllo. ¡Lo que
hay que hacer por un barril de petróleo!.
El tan denostado Ronald
Reagan es hoy el Presidente mejor
recordado por los estadounidenses, y en 1986 intentó asesinarle con un raid
aéreo en su calidad de Ben Laden de aquella época. Los cazabombarderos de la VI
flota le metieron un cohete en el wáter de su palacio de Trípoli, desde cuyas
ruinas ahora llama a la guerra civil, pero solo mataron a su hija adoptiva
Jana, y a sirvientes. Gaddafi estaría en su jaima que cambia de ubicación. El
incendio del Sahara, que, pese a las víctimas, estaba siendo una protesta
pacífica imbuida de reformismo, ha explosionado en Libia invirtiendo los
términos y colocando el Corán en primer término. Gaddafi es un orate que ha
pasado de derribar aviones comerciales a arrimarse a Occidente, pasando por el
panarabismo de Nasser, pero no es un fundamentalista. Es un beduino nómada,
también en las ideas, y su “Libro Verde” es herético porque introduce
ingredientes socialistas en el guiso musulmán. No es de extrañar que un Imán haya dictado una Fatwa
exigiendo su muerte, no por bombardear a su pueblo en cólera sino por réprobo.
A titulo de anécdota, durante nuestra Transición financió el Partido Socialista
Popular de Tierno Galván, Raúl Morodo y José Bono.
Tal como en la caída del
muro de Berlín, los analistas y las agencias de información occidentales y
orientales han estado en la inopia, y ni Obama ni las diplomacias europeas,
empezando por la española, saben qué hacer ante este incendio cuya cerilla fue
un joven parado tunecino que se sacrificó a lo bonzo. No es Internet, que se
bloquea rápidamente, sino el peligroso boca a boca de las sociedades arabizadas
transmitido por el telégrafo de los zocos y las mezquitas. El Sha cayó por la
conspiración de los bazares cuando no existía Facebook. Árabes, turcos, persas,
judíos, cristianos coptos y maronitas, arabizantes en general no están haciendo
ninguna revolución: en Egipto el Ejército de siempre controla el cambio; los
tunecinos, libres de Ben Alí, escapan en masa a la isla italiana de Lampedusa.
La guerra civil libia entre Tripolitania y Benghasi puede alzaprimar el
coranismo sobre las reformas administrativas. Creer que, como en la
descomposición del Este europeo, crecerán democracias occidentalizadas en la
orilla oriental del Mediterráneo, es otra utopía como el fin de la Historia
propalado por el japonés Fukuyama, cabeza de huevo del Pentágono. Los pueblos
cristianos no podríamos convertir el Nuevo Testamento en Código Civil y eso es
lo que supone el Corán para los musulmanes. Seguirá subiendo el petróleo pero
sin que al apagón informativo se sume el energético. El crudo libio es
secundario. Arabia Saudí tiene en reserva nueve millones de barriles/hora, y
más depresión económica afecta también a los productores. Pero con un 90% de
dependencia en energía, si se desestabiliza Argelia y toma el poder el
mayoritario e integrista GIA, habremos de orar a Alá porque la factura del gas
no podrá pagarla ni Amancio Prada. Siempre nos quedará Moscú.
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