Recién acabada la guerra
civil se abrió la aun fresca fosa de Sinagra, en Teruel, en la que habían
enterrado juntos 36 cadáveres de nacionales y republicanos. Nadie se hizo cargo
de ellos y fueron al osario. En un ejercicio temporal me hubiera gustado ver la
cara del juez Baltasar Garzón si hubiera dirigido aquel exhumamiento en procura
de una equitativa memoria histórica. Nada menos maniqueo que el abrazo póstumo
con la tierra de aquellos españoles que se mataron entre ellos en un homenaje a
la estirpe de Caín. Nada más analfabeto que la ley de Memoria Histórica,
afortunadamente detenida por los jueces y la falta de fondos, y que tiene su
apogeo y simbolismo en la huesa común turolense.
Aquella es una de las
pequeñas historias de “Noches de Casablanca”, de Ada del Moral, editada por
“Leer”. Chisporroteante retrato al minuto del Madrid de los acuchillantes años
treinta con los pretextos de la mítica sala de fiestas “Casablanca” y Luis Ruíz
Huidobro, del comercio y responsable de finanzas de la Junta de defensa de la
ciudad asediada. La autora es periodista y doctora en Teatro español y
Literatura, contemporáneos, y por su fotografía (no da la edad) puede haber
nacido después de la transición política, lo que hace muy sugerente el relato
de lo que no vivió pero ha aprendido con insólita erudición, inteligencia y
mucha piedad hacia las Españas fratricidas. “Casablanca” fue un referente
sentimental del Madrid modernista, en los aledaños de la Gran Vía, demolida por
la subnormalidad especulativa. Ruíz Huidobro, tío-abuelo de la joven
memorialista, fue dirigente de Unión Republicana, ingenuo hombre de bien, de
aquellos que hubieran sido fusilados por los dos bandos, miembro de la Junta de
Defensa que presidiera el general Miaja. La fotografía de los junteros es sombría;
tras Santiago Carrillo, en pie, mira receloso Mijail Kolstov, alias Miguel
Martínez, corresponsal de “Pradva”, correveidile de Stalin y por él purgado a
su regreso a Moscú. En aquella demencia colectiva el republicano Ruíz Huidobro
quedó catalogado como rojo, traidor y señorito; apto para que le paseara
cualquiera. Cardiaco, murió prematuramente en México, exiliado junto a su amor,
una jovencísima trapecista y miliciana.
Del Moral menciona
respetuosamente a un hombre del que se ha escrito poco y al que se ha honrado
menos: Melchor Rodríguez García. Sevillano, huérfano al morir su padre
estibando en el Guadalquivir, hospicio, pobreza extrema, novillero y torero por
hurtarse a las cornadas del hambre, pero sin suerte, calderero, chapista,
Presidente del Sindicato de carroceros y miembro de la Anarquista CNT. El 10 de
noviembre de 1936 es delegado especial de prisiones de Madrid. Dimite a los
cuatro días al no poder garantizar la seguridad de los 12 000 presos de las
cinco cárceles madrileñas, de los 1500 de la de Alcalá de Henares y de los 28
“fascistas” que escondía en su propio domicilio. Presiona el Cuerpo
Diplomático, y el ministro de Justicia, García Oliver, le da plenos poderes
como Delegado General de Prisiones. En la noche acude solo a Paracuellos y
revolver en mano intima a sus camaradas y detiene fusilamientos. Revolver
descargado, fiel a su máxima de morir por las ideas pero no matar por ellas.
Estableció a las prisiones el toque de queda entre las siete de la tarde y las
siete de la mañana. Denunció al juntero José Cazorla por mantener cárceles
clandestinas del Partido Comunista. Cuando los milicianos intentaron asaltar la
penitenciaria de Alcalá amenazó con repartir armas a los recluidos, conjurando
el linchamiento. Testigos directos de su hombría fueron Ramón Serrano Suñer,
Muñoz Grandes, Valentín Gallarza, el doctor Gómez Ulla, cuatro hermanos Luca de
Tena, el futbolista Ricardo Zamora o los falangistas Raimundo Fernández Cuesta
y Rafael Sánchez Mazas. Concejal del Ayuntamiento madrileño, Julian Besteiro le
hizo Alcalde efímero para entregar los papeles a los nacionales. Sus
beneficiados le lograron seis años y un día, de los que solo cumplió uno.
Anarquistas y falangistas formaron en su entierro en 1972 y se cantó “A las
barricadas” sin que apareciera ningún guardia. El Alcalde Ruíz-Gallardón y la
Presidenta Esperanza Aguirre deberían pedir informes sobre Melchor Rodríguez y
obrar en consecuencia. No es verdad lo de Splenger de que al final un pelotón
de soldados salva la civilización occidental, y sí que un solo hombre puede
restaurar la confianza en la Humanidad. El hispanista Stanley G. Payne, resume
en su prólogo: “Esta obra es más importante y más fiel a la verdad que
cualquier manipulación maniquea de la memoria histórica desarrollada por políticos
poco respetuosos con los hechos”.
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