Acaba de aparecer en Lumen
la anhelada biografía de Paul Newman de Shawn Levi, crítico cinematográfico de
«The oregonean». Esperada obra que comenzó a redactar en 2006 y que, pese a su
solvencia, Newman nunca le concedió una entrevista. Levi comenzó a copiar todo
lo publicado sobre el actor hasta convertir su casa en un museo de papel y
celuloide. De Newman lo más interesante es de lo que menos se ha escrito:
su solidaridad. Supe bastante de él por la doctora que me acompaña, quien, en
su calidad de oncóloga pediátrica, se relacionaba con la Fundación Barrestown,
que mantenía un castillo muy cerca de Dublín, que fuera propiedad de Elizabeth
Arden, y otro centro mayestático en las afueras de Boston. Cuando murió estaban
avanzadas las negociaciones para abrir otro local en España, frustrado, ya que
Newman era el alma y el motor económico de esta iniciativa.
Se trataba de brindar unas
vacaciones de verano a niños con cáncer, junto a sus hermanos y padre, con
voluntarios de medicina y enfermería. Todo gratis para que disfrutaran de unas
semanas lejos de las salas y hospitales donde recibían quimioterapia.
Tuve la oportunidad de colaborar, buscando teléfonos, concertando citas,
redactando textos e intentando extorsionar a adinerados españoles que no se
dieron por aludidos. A uno de estos pelados por el venenazo de las drogas
recibidas, la doctora Scaglione le hizo cucaminas de rodillas preguntando: «Y
tú qué serás de mayor». Contestó: «Doctora, yo nunca seré mayor». Tenía seis
años y nunca pudo hacer el viaje de Peter Pan.
Tal vez todo tenga que ver con la sobredosis de alcohol y barbitúricos que en
1978 acabó con la vida de su hijo Scott de 28 años. No volvió a pronunciar su
nombre, se lanzó a correr en Fórmula 1 y dedicó los beneficios de una cadena de
salsas y helados con su nombre para financiar vacaciones a niños oncológicos.
Candece Berger lo descubría en Vogue: «Tiene un rostro tan bello que te
dan ganas de reír. Debería tener un lugar reservado en el museo de historia
natural». Sus ojos de un azul glacial, eran tan atractivos que Newman
terminó por esconderlos detrás de unas gafas: «No hay cosa que te haga sentir
más como un objeto». «Es como si uno se acerca a una mujer y le dice:
‘‘Desabrochate la blusa que quiero verte las tetas’’». Quizá esta ironía
sostuviera su matrimonio con Joanne Woodward. Newman se había casado a los 23
años con una actriz de 19 con quien tuvo al primer varón, que acabó en manos de
las drogas. Siempre con algún sentido de culpabilidad se sinceró: «Era
demasiado inmaduro para hacer que mi primer matrimonio fuera un éxito. Me
siento jodidamente culpable y eso es algo con lo que cargaré el resto de mi
vida». Los reporteros rosas de Hollywood, a los que no soportaba, lo
fastidiaban por el secreto de su eterna relación con la Woodward. «Si tengo un
excelente chu-letón en casa, para qué me voy a ir afuera a comer una
hamburguesa».
Nunca se le conoció una infidelidad. Combinaba el sentido común
con la modestia. Igual que estaba cansado de su físico admitía no tener ningún
talento para la interpretación. Para él era una profesión y eso requería
trabajar duro. Estudiaba sus papeles hasta la extenuación y volvía locos a los
directores con dudas y sugerencias. Siempre adoleció de falta de emotividad.
Tanta perfección molestó a las comadres de Hollywood reprochándole que se
bebiera una caja de cerveza, lo que no se compadece con su abdomen plano y la
forma física que siempre conservó; solía llevar un abridor al cuello, aunque
eso podría ser un amuleto secreto. Aunque lo que sí cuentan son los 270
millones de dólares que entregó a los niños con cáncer, casi en secreto, porque
nunca dio la cara de su generosidad, ni supo su mano izquierda lo que
entregaba con la derecha. Su filmografía aún está reciente y los lectores la
encontrarán analizadas en este libro, si no la tienen en la memoria. Este libro
es testimonio de un hombre singular que prefirió ser un hombre de bien antes
que una estrella en el desharrapado cielo raso de Hollywood.
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