Gilbert Keith Chesterton
(1874-1936), poeta, novelista, dramaturgo, periodista y crítico de arte, fue
uno de los escritores más populares de su época, extendiendo su fama a EEUU. Su
vocación adolescente fue la de pintor pero pronto acabó empeñado en todo
aquello que se pudiera poner por escrito. Junto a su hermano Cecil, editó la revista
“New Witness” desde la que como liberal
convencido, atacó la
corrupción política y difundió un programa de reforma social tan
utópico como humanitario llamado distribucionismo. En 1922, tras años de dudas y sufrimientos
morales, dio el campanazo abjurando de
la Iglesia Anglicana y convirtiéndose al catolicismo, y a su muerte el Papa Pío
XI le otorgó el título de “ Defensor Fidei ”. Su prolífica obra no dejó de
leerse por su cambio de caballos porque fue siempre educador y moralista. Él mismo lo
explica:”Soy uno de esos hombres que juzgan un deber dejarse dominar siempre por las condiciones morales propia “.
Temo que los españoles no sean fanáticos de sus libros-salvo quizá Alfonso
Ussía-pero algo habrán calado las aventuras del padre Brown, que creo se
llevaron al cine y a la televisión, o
como “El hombre que sabía demasiado “, o “El hombre que fue jueves”,
conjunción de relatos de misterio que conforman una novela y un personaje
deliberadamente desarticulados.
Brillante, polémico, divertido, caustico y
paradójico, Chesterton destacó en la lengua inglesa como periodista, escritor
de diarios y revistas; fue un columnista de su época. Sus textos fueron
embutidos en sus voluminosas obras completas, pero hete aquí que en 1958, casi
treinta años después de su muerte, un compilador descubrió 37 artículos suyos
publicados en “Daily News” entre 1901 y 1911 que edita “El buey mudo” bajo el
título “Los libros y la locura, y otros
ensayos”. El periodismo nació como pasquín, mezclando la información con la
opinión. Luego (sólo escribo de España y los muertos) un centón de
columnistas dieron lustre al papel. Cada vez que cruzo la calle
y subo al Retiro saludo al medallón que representa a Mariano de Cavia, quién se
hizo rico cobrando por palabra, tenía
valet y dos pisos, uno para su
biblioteca. César González-Ruano esculpió su personaje. Ortega aliviaba el
concepto con juegos artificiales verbales. Julio Camba ha envejecido mal y le
sostiene la delicadeza de Catalina Luca de Tena. Jacinto Miquelarena se arrojó antes de tiempo al “Metro” de
París. Víctor de la Serna, José María Pemán y Josep Plá deberían ser clásicos
como también Francisco Umbral y Jaime
Campmany , cuyos artículos no son recopilados. Nos conformamos con Mariano José
de Larra, santo laico del periodismo español, hoy apolillado, y que se pegó un
pistoletazo antes por perder un acta de diputados que por los desdenes del
putón de Dolores Armijo.
Lo
de “……otros ensayos” de Chesterton es ardid electoral porque lo del autor son
columnas de Prensa adensadas por la inteligencia y alejadas de la efímera
noticia del día. Escribe G.K.Ch. que hay no pocos indicios que conducen a la
asombrosa conclusión que la biblioteca del Museo Británico, además de sus
múltiples y variados servicios, cumple muchas de las funciones de un sanatorio
mental privado. En una época menos humanitaria que la nuestra los lectores
habrían estado aullando sobre un montón de paja en el hospital psiquiátrico de
Bedlam. La bibliomanía puede convertirse en una suerte de ebriedad. Adquiere un
perro y filosofa: se ama al animal como a un hombre en lugar de aceptarlo simplemente como un optimista. Mi perra sabe
que yo soy un hombre y no se encontrará
el significado de esa palabra escrito en algún libro con tanta claridad como está escrito en su alma. Contra el fuego
que se extingue apenas pueden distinguirse vagamente los contornos
prehistóricos del hombre y el perro. Hace una aguda defensa de los pelmazos o
enumera las historias estropeadas por los grandes autores, como Shakespeare con
el rey Lear, Goethe con Fausto o Wagner con Tannhauser , prodigio de erudición
e interpretación. En resumen: tras tantos años
nos falta algo de Chesterton a
quién ni el catolicismo le hurtó la cuchilla de una elegante acidez.
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