Los años cincuenta fueron una sucesión de días grises,
idénticos, en los que no pasaba nada.
Caía la noche en un piso interior donde se retrasaba la luz por las
restricciones eléctricas. Las infraestructuras quedaron destruidas en 1939, y
en 1945 la postguerra mundial nos excluyó del Plan Marshall de reconstrucción europea y nos impuso sanciones
económicas. El general Perón nos mandaba granos desde Argentina, pero no
petróleo, y un fulano inventó un motor de agua para los escasos automóviles.
Recuerdo los de gasógeno arrastrando un
hornillo donde se quemaba madera con
carbón. Había aduanas en las estaciones de tren para decomisar el estraperlo de
alimentos del campo a las ciudades, pero
mujeronas de negro arrojaban fardos
desde las ventanillas antes de llegar a término recogidos por muchachotes en
las vías. El día comenzaba cuando volvía la luz y la familia se arrebujaba ante
la radio prendida como un altarcito con carcasa de madera. Días de radio. No
hubiéramos sobrevivido sin ella. El parte, radioteatros, los culebrones de
Guillermo Sautier Casaseca, los conciertos de tango, “Matilde, Perico y
Periquín”, las voces que no se han olvidado
en cincuenta años, Boby de Glané y José Luis Pecker y ” Radio España impenitente”
que rebatía a la comunista ”Radio España independiente” ( o Pirenaica que emitía desde Praga y para la que siempre era inminente la huelga general
política. La tuberculosis hacía estragos y la sierra madrileña se pobló de
sanatorios que hoy subsisten transformados en apartamentos. He visto hombres
caer en la calle por el hambre ante el comentario pudoroso que aludía a la
epilepsia. Como mi padre, ciego y cojo
del bando republicano, no fumaba, trocó
su cartilla de racionamiento del tabaco por otra de comida a un empedernido
fumador del mercado negro. Tuve que marchar, como interno, a la Universidad
Laboral ”José Antonio Primo de Rivera” (
donde Alfonso Guerra me dio Dibujo
Técnico) y el tren tardaba dieciséis horas en llegar a Sevilla. En
Despeñaperros, la locomotora marchaba a
paso de hombre de la que ya estábamos ennegrecidos, sino ascuas ardientes que no
excusaban a los pasajeros de estirar las
piernas por la trocha ajenos al asma del monstruo.
Las cosas empezaron a
cambiar gracias a la guerra fría y la llegada de los americanos. Empezamos a
entenderlo por la leche en polvo, la “Coca Cola”, el “Reader Digest” y la
“Mecánica Popular” en los kioscos, y, sobre todo la penicilina. Llevando a mi
padre a tientas recorríamos los cinturones
rojos de Madrid hasta dar con “Chicote” que es donde la vendían entre las
prostitutas de lujo que no sabían lo que
eran. A los americanos no se les veía, pero una noche regresando de una
farmacia de guardia con un remedio para mi madre, tuve una visión: de un
gigantesco descapotable bicolor, descendía una dama con la espalda descotada
hasta la rabadilla ayudada por dos caballeros con smoking. Por primera vez
contemplé el lujo y ya siempre tuve problemas para ser antiyankee.
Juan Eslava Galán, doctor
en Filosofía y Letras, historiador y multi premiado, novelista, escribe para Planeta “De la
alpargata al seiscientos “ con el
sentido del humor que caracteriza a buena parte de su obra. Consuelo de
jubilados congelados e imprescindible para parados universitarios de 25 años.
Cuando las suecas exhibieron sus bikinis en nuestras playas, un lugareño, que
no había visto nada igual pellizcó a una turista en la nalga para comprobar que
aquello era verdad. La propia lo denunció a la policía y como el delito o la
falta se había producido en jurisdicción
marítima, la Armada recabó el caso para sí, y hubo que mover cielo y
tierra para evitarle un consejo de guerra a aquel gañan. Aún Franco no había
muerto, pero ahí comenzó la transición.
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