Don Francisco de Quevedo,
con la mala leche del estevado, escribió: “En tanto que en Cataluña quedare
algún solo catalán y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y
guerra”. Cuando en las Cortes republicanas de 1932 se discutía el Estatuto catalán,
Manuel Azaña y José Ortega y Gasset se enzarzaron en un rifirrafe que ganó el
primero ciñéndose a problemas contemporáneos mientras el filósofo divagaba
melancólicamente sobre la esencia de España. El líder socialista Indalacio
Prieto decía cuando le veía subir al estrado:”Ahí va la masa encefálica”. Pero
este no podía renunciar a su máxima, de que España es una cosa hecha por
Castilla, y anunció en aquella sesión parlamentaria que Cataluña constituía un
problema que no se resolvería jamás, ni con autonomía o sin ella. A un
Presidente alemán, previo a la unificación, le preguntaron con malicia si amaba
a su patria, a lo que contestó: No, yo amo a mi mujer”. Lluis Companys,
Presidente de la Generalitat, pidió al pelotón que le iba a fusilar en los fosos de Montjuich que le
dejaran descalzarse para morir pisando tierra catalana. Así nos va entre el
sentimentalismo victimista y el nacionalismo unitario y desconfiado.
Carles Bonet Revés es
senador por la Generalitat y destacado dirigente de Esquerra Republicana de
Cataluña, y publica en Planeta “La España de los otros españoles”, que
subtitula con sus interrogantes: “¿Es el catalanismo un movimiento que pretende
transformar España o tan solo aspira a separarse de ella? ¿Unidad o unión?
¿España o Españas?”. ERC no goza de simpatías en el resto de España, como no
sea en el abertzalismo vasco, pero el autor no se permite la menor demagogia,
ciñéndose a su estado de doctor en Ciencias Matemáticas y profesor de la
Universidad Politécnica de Cataluña. Se le agradece el rigor histórico y
conceptual que le aparta del panfleto. Es más, es un libro para españoles, no
catalanes.
En 1714, durante la Guerra
de Sucesión, los defensores de Barcelona contra Felipe V lo hacían “por las
libertades de España”, y el nuevo Rey no entendió nada disolviendo el Consell
de Cent y la Generalitat, imponiendo los Decretos de Nueva Planta de férreo
unitarismo castellano. Se abren tres etapas: pactismo, intervencionismo y
catalanismo. El primer pactista fue Fernando el Católico, siempre preocupado
por las libertades de Aragón, pero todo se disolvió en la Diada, festejo de una
derrota militar. El intervencionismo fue como el “entrismo” trostkista en un
empeño de reformar España desde una óptica catalana, en la que descollan el diputado a las Cortes de Cádiz, Antonio
Campany, que bregó por la idea de España como nación de Naciones, asunto que
calentó la cabeza a los constituyentes de 1978; el general Prim que murió
abominado de los Borbones; y Pi y Margall al que no dio tiempo el golpe del
general Pavía que no entró a caballo en el Congreso. El desastre de 1898 alejó
a los catalanes de formaciones estatales, inclinándose por partidos
catalanistas de los que es exponente la Lliga Regionalista de Francesc Cambó,
el político más prometedor de la Restauración. Se le criticaba su dualismo
pretendiendo ser Simón Bolívar en Cataluña y Bismark en las demás Españas.
Riquísimo y con fama de retorcido corrió
el rumor en el exilio de que había contraído un tumor en Buenos Aires. El ya
citado Indalacio Prieto exclamó: “¡Pobre cáncer!”.
No deja de ser una paradoja
que durante la Guerra de la Independencia los catalanes lucharan contra el
francés. Napoleón pretendía hacer de Cataluña un protectorado para absorberlo
después como un departamento de Francia. Solo los afrancesados acariciaron esa
idea, mientras los catalanes y el general Palafox se hacían fuertes en Girona
en otro episodio nacional. El autor considera que el patriotismo constitucional
de Jurgen Habermas, que usaron los alemanes para superar el nazismo, fracasa en
España porque la derecha y la izquierda
estatales los han patrimonializado. En otra sesión de Cortes de 1918
Cambó y sus diputados se retiraron en bloque sintiéndose ofendidos y entre
epítetos de “¡Separatistas!”. Un catalanista volvió sobre sus pasos y les
espetó: “¡Separadores!”. Entre unos y otros.
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