La Constitución decana de
las escritas es la estadounidense, y su
estabilidad y longevidad se deben a que
ha sido enmendada “ ad nausean “
prácticamente desde su implantación. La nuestra de 1978 no ha sido tocada en 33
años, excepto la supresión de una coma para que pudieran votar los emigrantes
comunitarios en las elecciones municipales. Demasiada cautela para el
cambio generacional que ha corrido por el subsuelo. Por miedo a la
inestabilidad encoframos las Instituciones y las leyes orgánicas que descienden
del texto sacralizado con lo que el esqueleto
del Estado se convierte en un fin en sí mismo en vez de servidor de los ciudadanos .
En la Transición los padres de la
patria no acababan de fiarse del Tribunal Supremo y le pusieron encima el
Constitucional como órgano político de casación: el Supremo del Supremo. Que
Soraya Sáenz de Santamaría abra éste melón apepinado es la buena noticia de que
el PP si gana las elecciones generales, pondrá en el quirófano a éste monstruo del doctor Frankestein, hecho a piezas. Lo
óptimo sería suprimirlo, abriendo una Sala de lo Constitucional en el Supremo.
Lo mínimo consiste en hacer vitalicios a los magistrados del Constitucional,
que ni son estrictamente tal cosa, ni siquiera jueces. Nada genera más
independencia que estar nombrado de por vida como en el Supremo estadounidense, que es también constitucional. Que Supremo y
Constitucional anden a la greña daña la credibilidad en la Justicia, y el
superior de lo que ya no puede estar más alto, a más de destruir la semántica,
es un compendio de disparates, dilaciones y cabezazos al Gobierno.
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