En 1982 Felipe González
preguntaba a los suyos quien había incluido en su programa electoral la promesa
de crear 800.000 puestos de trabajo en una legislatura. De los que metieron la
cuchara en el programa nadie lo sabía con certeza y alguien lo había metido al
buen tun-tun. Felipe se enojaba con razón: “¿Y por qué no 750.000, o 900.000?”.
Ni los lideres se leen los programas de sus partidos y en 1986 se cumplió el
guarismo pero en forma de 800.000 empleos destruidos. El programa de Rubalcaba
no lo firmaría ni él, que a la postre tiene una titulación científica, y está
como Sansón en el templo de los filisteos; muera yo y perezca la nación.
Después de no haber hecho la Economía de
manual ahora el Gobierno se presenta a las elecciones con la de los indignados
impartida en la Puerta del Sol. Rubalcaba resume el remedio como nadie: que los
ricos paguen el estropicio de la crisis de la deuda. A mi querido amigo hay que
regalarle un lazo para que vaya atrapando riquísimos en un aprisco a ver
cuántos cuenta y le cotizan. Muy
deprimido tiene que estar Rubalcaba para hacerse valer por Tomas Gómez,
castigador del socialismo madrileño, verdugo económico de Parla, “Invicto” y
piantavotos, que llama a la rebelión del PSOE contra los mercados
internacionales, noble apelación que se parece bastante a la rebelión de los
desposeídos contra la ley de la gravedad o la geometría euclidiana.
En Estados Unidos y la
Unión Europea la situación económica es gaseosa, variable, pareja a las
erupciones de El Hierro. Escribir en mármol un programa para España, trufado de
promesas triunfalistas, es trabajo de bobos o de pícaros porque no sabemos, de
un día para otro, si Papandreu lo que quiere es vender las islas griegas, o la
pancreatitis de Wenizelos es una escisión
del socialismo heleno o si el Bundestag va a continuar, factura a
factura, aprobándole las cuentas a la señora Merkel, la nueva Juana de Arco.
Por no saber hasta ignoramos si Rubalcaba en el poder hará un “corralito” a la
argentina con las cuentas corrientes más abultadas. Estas elecciones son
distintas y en ellas no se dirime si se van a subir un punto las jubilaciones o
como van a quedar los tramos del IRPF o cuanto PIB vamos a dedicar a obra
pública. Esta vez de lo que se trata es de salvar los muebles y lo que ofrecen
Mariano Rajoy y su partido es mantener la sanidad y la educación, y crear
puestos de trabajo mediante todos los artificios posibles que las
circunstancias irán marcando. Todo lo demás es aleatorio, y resulta bizantino
discutir con el agua al cuello si eso se consigue bajando o aumentando
impuestos. Es más: le guste a la izquierda o a la derecha en los próximos años
inmediatos habrá que incrementar la presión fiscal porque los problemas que se
ciernen son monstruosos y los advierten mejor los ciudadanos que los políticos
y los periodistas. En sus últimas elecciones Felipe llamó a Jordi García
Candau, director de RTVE, ente público y gubernamental: “Si me ayudas yo a este
(Aznar) le doy un vuelco”. Se equivocaba. Pujol ya había dicho aquello de “Así
no se puede seguir” y el electorado no quería otro Gobierno sino otra manera de
hacer las cosas. En esta campaña cerrada los programas son mera cortesía para
el elector, y lo que se espera son redaños, reflejos, capacidad técnica,
honestidad intelectual, ministros que no cometan faltas orales de ortografía y
un Gobierno que sepa comunicar las verdades más incomodas en vez de
maquillarlas o hurtarlas. Es más: para devolver esta locomotora a sus carriles
Mariano Rajoy tendrá que hacer sufrir bastante a muchos españoles, poderosos y
menestrales, y por ello es más importante que su programa de hoy su balance del
2016. Hasta el cara a cara televisivo entre la alternancia y el Gobierno es
superfluo, máxime en el recuerdo del cargamento de despiadadas mentiras
socialistas en aquel paripé de 2008 de “Buenas noches y buena suerte” sacado de
una película de culto. En esta lonja todo el pescado está vendido.
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