Hace años, cuando vivía y cazaba en Atapuerca, estuve por comprarle a Antonio Asunción un
pequeño piso junto a los bulevares madrileños. Asunción necesitaba escolta
noche y día y me sorprendió que la vivienda de soltero o apeadero estuviera al
nivel de la calle y con unos ventanales tan diáfanos que cualquier peatón pudiera tirotear
cómodamente todo lo que se moviera en interior. Estuve con él en casas de
periodistas y mano a mano en el Ministerio del Interior y en mi domicilio y me
hace retractarme de mi tesis adversa a la amistad entre políticos y
periodistas. Discreto, pero nada secretista, excepto en lo que le obligaba el
cargo; afable, natural e imbuido tanto de su socialismo, como de su libertad.
Nada mejora más a un político que tener siempre abierta una línea de retirada y
este ingeniero industrial siempre está tranquilo, con su empresa familiar de
cerámica que ha sido su Aventino por diez años. Como Director General de
Instituciones Penitenciarias estudió uno por uno a los presos etarras y convenció
a su ministro, Enrique Múgica, de su dispersión para evitar un club terrorista.
También modernizó las penitenciarías y hasta llevó a juicio a un subordinado
principal por gestión dolosa. Destituyó a Rafael Vera que contactaba por su
cuenta con ETA para apuntalarse ante la guerra sucia que le acechaba, y abría
cajones del Ministerio encontrando fortunas en fajos de billetes. Hablaba por
teléfono con el engañoso Luis Roldán y cuando este se expatrió dimitió en el
día. Había olido algo podrido en Dinamarca. Será un derroche que el haraposo
socialismo valenciano prescinda de él.
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