La pena de muerte es un asesinato legal que sólo tendría un
impiadoso sentido si fuéramos eternos y se acortara como castigo el trámite
hacia la mortalidad. La paradoja es que los carceleros doblemente cautivos en
los corredores de la muerte también van a morir. Existen campañas
internacionales para todo: para la hambruna, el SIDA, la mortalidad infantil,
los derechos de la mujer, las opciones sexuales o las emisiones de dióxido de
carbono, pero los abolicionistas de la pena capital se movilizan blandamente
ante las lapidaciones de la sahira o a la ejecución de una mujer en EEUU. La
inyección letal en Virginia de la retrasada mental Teresa Lewis, asesina de su
marido y su hijastro, levanta la horca en Teherán para Sakineh Ashtiani,
flagelada, librada por ser presunta adúltera de un apedreamiento que ya fue condenada por
Cristo hace más de dos mil años, y ahora condenada a ser colgada en un proceso
sin garantías en donde el testimonio
vale por el de dos mujeres. El periodista francés Gilles Perrault, demostró
en “El jersey rojo” la inocencia de un guillotinado provocando el almacenamiento del acreditado invento del doctor Guillotín,
mucho antes que la UE adoptara el abolicionismo. Entre los objetivos del
milenio Naciones Unidas no figura el delito de Caín y en EEUU hay que contar
con los estados y no en el Gobierno Federal. Arabia Saudita, Irán, Pakistán y
sobre todo China, van a la cabeza de esta renovada Ley de Talión. Una encuesta
universal nos asombraría ante la cantidad de supuestos civilizados gustosos de
ver correr la sangre.
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