Las fuerzas armadas argentinas son las
organizadoras de los comicios del domingo 30 de octubre. Once partidos
concurren a estas elecciones, de los que sólo -los radicales que encabeza Raúl
Alfonsín y los peronistas de Italo Argentino Lúder- tienen peso real en el
país. Desarrollistas, intransigentes y centristas son los que se baten por un
tercer puesto que pueda, en el futuro, romper la bipolarización actual de la política
argentina. Los militares, que no en balde son los que organizan las elecciones,
no parecen temer que tras la llegada de la democracia se les exija cuenta
pormenorizada del genocidio, cometido durante sus siete años de poder.
Corresponsales
extranjeros recién llegados a Buenos Aires para relatar este tramo final de la
transición a la democracia evidencian, en un par de jornadas de trabajo, su
proclividad al aburrimiento. Esperaban, lógicamente, algún estallido social o
emocional en vísperas de la recuperación de las libertades perdidas. No hay
tal. De igual manera que la democratización española se debió en su origen a
unas sesiones continuadas de fútbol televisado que provocaron una
tromboflebitis en la pierna de un general, y la griega, a una derrota militar
en Chipre frente al Ejército turco, los argentinos deben su democracia
inminente a un batallón de tropas gurkas que con brillantez hizo su trabajo
sucio en las Malvinas.Por una vez, la historia dio la razón a Oswald Spengler,
y un pelotón de soldados nepaleses, drogados y notablemente sanguinarios, salvé
a la civilización occidental en la República Argentina, contribuyendo al
derrumbamiento de una dictadura militar particularmente cruel y catastrófica.
Es un hecho esencial que debe ser recordado para entender el proceso electoral
en este país: las elecciones generales han sido convocadas por los militares, y
el teniente general Cristino Nicolaides, jefe del
Ejército,
triunviro de la actual Junta Militar, es el responsable de los comicios hasta
para la adquisición de las urnas de madera y ranura frontal enque van a votar
los argentinos.
Probablemente,
y pese a la vigencia del estado de sitio, Buenos Aires sea en este interregno
la ciudad formalmente más libre del mundo donde 50 manifestantes de cualquier
partido marginal pueden cortar el tráfico de alguna principal arteria ciudadana
sin que las patrullas de la policía federal hagan otra cosa que abrirles marcha
y proporcionarles protección.
Las
manifestaciones por los desaparecidos que finalizan ante la Casa Rosada
permiten a los funcionarios del Gobierna y al propio presidente, Reynaldo
Bignone, escuchar tras los visillos los más atroces epítetos, gritados por
muchedumbres indignadas, apenas contenidas por policías impertérritos como bobbies británicos.
En clave
radical o en clave peronista
Pero el
paisaje no debe engañar al observador. No es exactamente la democracia lo que
antes reclama el elector medio argentino, sino la posibilidad de volver a vivir
en clave radical o en clave peronista.
Ésa es la
tranquilidad de las fuerzas armadas de este país, que de otro modo no estarían
patrocinando unas elecciones. Desahogado en este período el pueblo argentino,
los uniformados aspiran a mantener sus cuotas de influencia. Todos los años por
estas fechas se procede en las tres armas a la selección de quienes pueden
tener acceso al generalato, al almirantazgo o al grado de brigadier. La actual
cúpula militar ya ha hecho las evaluaciones pertinentes y el futuro Gobierno
democrático no tiene otra opción que elegir el lugar en el escalafón que
ocuparán los primeros militares argentinos de 1984. La mayoría de los partidos
políticos -con mayor énfasis la Unión Cívica Radical- promete la supresión del
comando en jefe de cada arma, su sustitución por una jefatura de Estado Mayor y
la unificación de las tres fuerzas bajo la jefatura civil que ordena la
Constitución.
Será, probablemente, un mero cambio semántico, por cuanto los uniformados
argentinos ya están tomando sus posiciones ante el próximo Gobierno civil,
presumiblemente peronista.
El
almirante Franco, comandante en jefe de la Armada, acaba de pasar
anticipadamente al retiro al almirante Palet, por sus contactos con el
peronismo, para ser el próximo jefe de Estado Mayor naval. Y para nadie es un
misterio las aspiraciones de los generales Trimarco (que manda la primera
división del país) o Verspláesten (ex jefe de la policía de Buenos Aires) de
verse beneficiados por Herminio Iglesias (aspirante a la gobernación de la
primera provincia del país), con un cargo principal en la futura cúpula
castrense.
El temor de
los militares es relativo
El temor
militar por sus responsabilidades ante los miles de desapariciones es relativo.
El pacto de sangre firmado en su día por los militares para proceder entre
todos al último genocidio del siglo XX aún ofrece garantías, y sólo cabe
esperar el procesamiento de los integrantes de las últimas juntas militares
(tres altos jefes por cada arma) y de aquellos oficiales particular y
públicamente comprometidos en crímenes ominosos.
Pero las
fuerzas armadas, colectiva e institucionalmente responsables de la desaparición
de miles de ciudadanos, no esperan otro ,castigo que el simbólico sobre algunos
jefes retirados. De otra manera, no estarían organizando las elecciones, no son
unas fuerzas armadas derrotadas en su frente interior -por el contrario,
estiman, acertadamente, que sólo han tenido éxito en su lucha contra la
subversión- y no tienen ninguna intención de dejarse enjuiciar
pormenorizadamente por aquella atrocidades.
Terceros
partidos en discordia
Acaso por
cuanto los electores argentinos tienen muy clara esta circunstancia, la campaña
está exenta de grandes alegrías por la recuperación de la democracia de todos y
ha caído nuevamente en el simple enfrentamiento radical-pe ronista y en la vieja,
aburrida y sórdida lucha interna de los sindicalistas por mayores parcelas de
poder. Ahí es dónde ponen el grito en el cielo los restantes partidos que
estiman unánimemente que la única salida al atolladero argentino pasa por la
superación de la antinomia entre radicales y peronistas.
Los
comunistas (prosoviéticos y burgueses) apoyan la fórmula peronista en la
esperanza de heredar cualquier día algún resto del movimiento obrero. Y la
Alianza Federal, el Movimiento de Integración y Desarrollo y el Partido
Intransigente se disputan el tercer puesto en las elecciones y en el futuro del
país. Los federales constituyen un partido de centro con remotas posibilidades
de tener acceso a esa tercera posición. Los desarrollistas y los
intransigentes, ambos desgajados del radicalismo, intentan infructuosamente
convencer al electorado de la necesidad de escapar al infernal bipartidismo; de
que peronistas y radicales son, a la postre, muy parecidos, que finalmente
terminarán pactando y que, ante el previsible desastre del Gobierno de los
primeros, el país no tendrá nuevamente otra alternativa que un Gobierno
militar.
Conscientes
de que no ganarán las elecciones, desarrollistas e in transigentes se disputan
este ter cer puesto que les permita ser ár bitros de la política argentina. Los
desarrollistas cifran en la economía la solución de los problemas de Argentina,
mientras que los intransigentes (donde se han refugiado no pocos montoneros
escaldados de su infiltración en el peronismo) confían en el voto de la
juventud progresista a la izquierda del justicialismo.
Las
restantes fórmulas electorales son el Partido Demócrata Cristiano, el Partido
Obrero, el Movimiento al Socialismo, el Frente de Izquierda Democrática y el
Partido Socialista Popular, que disputan ya puestos desdeñables en el -panorama
político de la nación.
Un sistema
electoral por la ley de D'Hont
Por lo
demás, el sistema electoral se rige por la ley de D'Hont para evitar la
dispersión del voto, y la elección de presidente es indirecta, a través de un
colegio electoral. Los cerca de 18 millones de argentinos con derecho a voto
eligen colegios electorales en cada provincia, los que posteriormente designan
al presidente.
La mecánica
del voto ideada por los militares exige un cursillo previo para abrirse paso
con soltura- entre candidaturas de diferentes colores (la elección es nacional,
provincial y municipal), con listas numeradas por cada partido y recortables,
según se vote al presidente, al gobernador, al alcalde, al senador, al diputado
o al concejal.
Los menos
preparados culturalmente introducirán en las urnas el boleto co mpleto de su
partido y los mejor informados distribuirán su voto en función de cada
candidato. En esta facilidad-dificultad se quiere advertir una ventaja brindada
por los militares a los peronistas.
Cuarenta y
ocho horas antes de los comicios será levantado el estado de sitio y sera
acuartelada la policía federal, que carece de derecho al voto. Los argentinos,
que paradójicamente están obligados a votar, a menos que puedan justificar su
alejamiento hasta 500 kilómetros de su colegio electoral, acudirán a sus urnas
de madera con alguna esperanza, no poco escepticismo y abriéndose paso por
entre un censo bastante atrabiliario. Cientos de miles de- personas vivas no
figuran en las listas que se consultan en las calles; las Madres de la Plaza de
Mayo exigen la presencia de los desaparecidos en el censo de votantes. Sólo en
Buenos Aires hay 30.000 documentos de identidad expedidos y sin retirar, y, las
multitudes que pretenden regularizar su situación ante el Registro de las
Personas llegan en estos días a las manos por no soportar las colas
interminables.
Resulte
como fuere la elección, es un espectáculo humano, que conmueve hasta las
lágrimas, el de este pueblo intentando normalizar su vida civil, esperando
retirar su carta de identidad -que: en su día no se fue a buscar por miedo-,
procurando encontrar su apellido en un censo, reclamando la inclusión del
pariente que está desaparecido, meditando en familia sobre el voto generalizado
a una lista d detallado de entre las 11 que concurren, mientras que unos
caballeros de uniforme velan estas urnas irrompibles de madera y
presumiblemente sonríen ante el inminente triunfo provisional de la
civilización política en el Cono Sur.
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