Al contrario que Marcelino
Iglesias, secretario de organización del PSOE, recuerdo perfectamente que hacía
en 1975: estaba en Seguia el Hamra y Río de Oro, o Sahara español y no occidental,
mal que le pese a la ministra Trinidad Jiménez, vieja activista de los
saharauis. Mañana denominaremos Archipiélago sur-occidental a las Canarias. En
Las Palmas la Guardia Civil me cacheó hasta el espíritu porque se temía un
secuestro aéreo y volé al continente más preocupado por el postfranquismo que
se cernía rápidamente que por la marcha verde marroquí de la que nada podía
escribir porque todos los sucesos del Sahara había sido decretados como materia
reservada, secreto oficial, black out, prácticamente como ahora. Me recibió un
teniente de enlace y me subió al volante de un “Jeep”: “Conduzca usted que yo
estoy sancionado por un mes por una nadería”. No conduzco, y menos un 4x4, pero
me embaracé, metí una marcha donde entró y entre rugidos y saltos de rana
llegamos al Parador Nacional de El Aaiún, residencia de oficiales y periodistas
de brazos cruzados. Paradójicamente la censura desataba las lenguas y las
noticias corrían como gacelas. La Policía Territorial, integrada por saharauis,
era leal y permanecía armada. Los reactores rasaban estruendosamente los
techados de aquel aduar, supongo que para insuflar ánimos a una tropa que se
sentía traicionada. El Parador preparaba su evacuación para que se instalara
una avanzadilla del Estado Mayor marroquí, y un capitán de caballería
mecanizada urdió un complot escondiendo bajo la cama de un informador una carga
de explosivo militar para volar a los moros. Le mandaron anticipadamente a
Canarias y echaron tierra sobre la chiquillada. El Gobernador General militar
era el teniente general Federico Gómez de Salazar, que paseaba solo por la
capital con el pecho al aire, apenas cubierto el torso con un chaleco de
antílope, sin mangas, medallas o distintivos, golpeteándose las botas con una
fusta, que luego presidiría el juicio por el 23F. Me remitió a su jefe de
Estado Mayor, un inteligente coronel apodado “Bolita” por su aspecto orondo,
quien me ilustró brevemente con el pesimismo de los informados: “Franco está
muriendo y no conocemos el futuro. Mujeres, viejos y niños avanzan sobre
nuestros campos de minas y no los vamos a ametrallar. Detrás viene el Ejército
marroquí. Nuestra aviación tiene que operar desde Canarias. Podríamos dar u
golpe hacia el Este con los carros y la artillería autopropulsada, pero solo
tenemos munición y gas-oil para tres días de combate. Solo queda obedecer y
retirarse”. Era tal la bronca militar que por eso tuvo que acudir el Príncipe a
templar ánimos. Los legionarios del Tercio Alejandro Farnesio se negaron a
arriar la bandera: la clavaron al mástil, lo talaron y lo plantaron en su
acantonamiento canario. Otros legionarios se quitaron el uniforme y se unieron
con sus esposas (a 20 cabras) al Frente Polisario.
El Gobierno queda como
Cagancho en Almagro que al no matar un toro porque le miraba mal tuvo que
intervenir una sección de caballería para restablecer el orden y salvar al
diestro. Vaya en su descargo que ni Paris ni Washington, tan influyentes en
Marruecos, han dicho palabra, y que Naciones Unidas evitan citar al reino
alauita y a los saharauis. El Polisario no pertenece al radicalismo islámico ni
nada tiene que ver con Al Quaeda como mienten nuestros vecinos, pero controlan
un tercio del Sahara y queda por ver que parque de armamento poseen para una
guerrilla interminable. Había siroco y la alcachofa de la ducha solo expelía
una finísima arena. En Madrid tardé dos días en limpiarme los cojones.
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