El Presidente democrático Raúl
Ricardo Alfonsín(Unión Cívica Radical; krausista) me confió antes de tomar
posesión que procesaría a las tres primeras Juntas Militares de la dictadura.
“No puedo sentar en el banquillo a todos
los militares argentinos ”. Ya se lo había ordenado a Julio César Strassera, un
juez al que los “milicos” dedicaron a instruir robos de gallinas, nombrándole
Fiscal General de la República. La primera Junta, la del golpe de 1976 y la que
desató la caza indiscriminada del ser humano, fue presidida por el teniente
general Videla, alias ”la pantera rosa”
por su flacura y estúpida impavidez, teniendo como camaradas de
triunvirato al almirante Emilio Eduardo Massera, por mal nombre “El Negro”
tanto por su tez como por su tenebrosidad, y el comodoro del Aire Agosti.
Massera quería ser Presidente y aceptaba de
mal grado la preeminencia del Ejército sobre la Armada. Hizo fortuna cobrando
comisiones por la compra de de fragatas en Alemania, y tras el desastre de Las
Malvinas soñó con reencarnar a Perón presentándose a las elecciones libres como
un faraón del populismo. Su sadismo y su erotomanía le alcanzaron de vacaciones
en Brasil antes que Strassera le citara, requerido por un juez de la Sala del
Crimen. La Armada le envió un avión naval para regresarle a Buenos Aires. Marta
Rodríguez McCormak era una joven y hermosa rubia, casada con un empresario y
una de las infinitas amantes del almirante. El marido era un testaferro de los delitos
financieros del marino y le estafaba en los cambios monetarios. Marta y el
cónyuge discutieron bravamente por una fruslería y ella le sentenció:”Le voy a
contar al “Negro” lo que hacés y te va a pasar un camión por encima”. Massera
le convidó a una pequeña singladura en el yate de respeto del Almirante de la
Armada, surto en el apostadero naval de El Tigre, en el delta del Paraná,
alejado de la Capital Federal. El ladrón de ladrones también debía ser tonto
porque acudió a la cita. En los meandros selváticos del gran río que nutre al
Plata le ataron con cables y pesas de cemento a los pies y lo arrojaron por la
borda. Convencido de su impunidad dejó tantos testigos que cayó incriminado por
asesinato con alevosía.
Pero su hazaña fue la Escuela de Mecánica de
la Armada, unos pocos edificios de tres plantas en el Gran Buenos Aires.
Tuvieron que hacer celdas de cartón piedra para albergar tanto
“chupado”(desaparecido) ya que Massera quería emular al Ejército en la
represión. Oficiales y marinería, de paisano, se lanzaron a allanamientos y
detenciones. Uno de ellos es el capitán de corbeta, Alfredo Astíz, “el niño”
por su aspecto candoroso, que se infiltró entre las Madres de la Plaza de Mayo,
emboscando y haciendo desaparecer a dos
monjas francesas. Dagmar Hagelín era una adolescente sueca, atleta de
velocidad, que al ver hombres civiles esgrimiendo armas se asustó y salió
corriendo. Astíz se abrió de piernas, apuntó y advirtió:”Pará flaca o disparo”
La metió un tiro en la cabeza pero no la mató. La metieron en la baulera de un
coche sin chapas, la llevaron al Hospital Naval y jamás volvió a saberse de
ella. El sicario de Massera demostró su coraje viril y militar en las Georgias
del Sur. Cuando llegaron los ingleses se rindió incondicionalmente sin disparar
un tiro de honor al aire.
Unas cinco mil personas fueron llevadas a la
ESMA sin que se tenga noticias de ellas. Muchas más libraron la vida tras
torturas innenarrables, porque los
marinos inventaron suplicios que no se
les ocurrieron ni a los chinos de la dinastía Ming. La reina fue la picana, con
la que se arrea las reses, pero a alto voltaje, aplicada al glande, los
testículos, la vulva, los senos, el ano, con la víctima amarrada a un somier y
rociada con agua. El increíble refinamiento consistía en conectar la picana a
una cucharilla de café penetrando a una embarazada para darle corriente alterna
al feto. Daban a luz, las mataban y entregaban los bebés a parejas militares
estériles. Los jardincillos bucólicos de la Escuela pronto no dieron para tanto
enterramiento y se programaron los “ vuelos sin puertas”. Divertidamente llamaban “Pentonaval” al Pentotal que
inyectaban a los reos. En vuelos nocturnos los arrojaban atontados a la Bahía
de Samborombón, al sur de la
desembocadura del Río de la Plata. La luna llena austral es un gigantesco
pandero y a su contraluz los habitantes de la bahía veían caer extraños
puntitos negros.
Paradójicamente
en Argentina no existe la pena de muerte, ni para militares sublevados y
genocidas. Strassera sin medios, sin ordenadores con fichas en cajas de cartón,
poniéndose insulina en los recesos,
logró para Massera y sus conmilitones la perpetua, primero en un acantonamiento
con todas las comodidades, y luego, alegando varias enfermedades, en su casa.
Heredé su mucama, mi fiel Rosita. Vivía
en un piso 24 de imposible acceso por las ventanas. Limpiando las cristaleras
desde la terraza Massera saltó desnudo de la cama apuntándola con una pistola.
Cumplía prisión domiciliaria pero tenía un arma bajo la almohada. No le va a
llorar ni la McCormack.
No hay comentarios:
Publicar un comentario