Cada noche en Bangkok
regresaba a mi habitación del Hotel Oriente, el mejor de Asia, donde se conserva un pabellón con las
habitaciones que ocuparon visitantes como Graham Green, Somerset Maugham o Joseph Conrad, y contemplaba a través del
río convertido en una carretera, como un
ejército de hormigas que trabajaban las veinticuatro horas del día y vivían a
pié de obra, levantaban como cíclopes un
tremendo rascacielos. Cada noche levantaban
una planta bajo la luz de los focos. Estaba claro que aquellos forzados
tailandeses no eran magistrados del Tribunal Constitucional. Ésta institución
es innecesaria (bastaría con el Tribunal Supremo) ha dado su
canto de cisne tras casi cuatro años, cuatro, de cabildeos vergonzosamente políticos sobre
el Estatuto de Cataluña. Es como si se invirtieran los mismos años en leer a Don Quijote para dirimir si Maritornes era
virgen o furcia o si los pellejos contenían agua o vino. A la postre son legión
los lectores de Cervantes que desconocen qué pasó con el burro de Sancho entre una
parte y otra del libro. Hasta “El Manco “ anduvo distraído
y dudoso.
La crema catalana ya es un postre obligado
gracias a que María Emilia Casas ha corrido dándose panzadas por el Serengueti
delante de los guepardos. Puede la Excelentísima a dedicarse en adelante al
punto de cruz, porque más alto no va a llegar.
Ahora todo es tan cutre por mucho que
pulamos los análisis políticos y se ilumina un horizonte donde los españoles lo
seremos o no lo seremos y tendremos diferentes derechos y deberes según la
Autonomía donde Dios nos mande a vivir.
El régimen autonómico fue el error de la
Transición. L a República dio autonomía a Cataluña y al País Vasco y tenía prevista la gallega que impidió la
asonada. La Transición no se atrevió a un centralismo “a la francesa” y aquel ministro Clavero
Arévalo se inventó aquello “ de la tabla de quesos” para emboscar regímenes
especiales en Cataluña y en Euskadi: Autonomías para todos haciendo un
recortable de niñas sobre la geografía histórica española. Hubo que inventarle
hasta una bandera a la Comunidad de Madrid; llamar Cantabria a Santander o a
integrar a empujones al Reino de León en la Castilla más próxima. Lo menos malo
es que se acate el levemente corregido Estatuto Catalán parido por las
urgencias del Constitucional. Mucho ruido y pocas nueces. Que el Señor nos
pille confesados. A la postre la crema catalana la van a pagar nuestros nietos.
Me vuelvo a Bangkok.
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