Desde el siglo XIX el
nacionalismo es una peste de la que el mundo se va curando muy lentamente, y el degenerado de Lord Byron ya no está de
moda. Sólo por eso sería bendecible la globalización. Hijos del Romanticismo
los nacionalistas orillan la lógica, la econometría, la filosofía y hasta la
geografía recostándose en el pensamiento mágico, la sentimentalidad y la
melancolía que provoca el resentimiento insatisfecho. El nacionalismo es igual
que el sentimiento amoroso para Ortega y Gasset: un estado de alteración mental
transitorio. El mismo filósofo dictaminó en 1931 que el “problema catalán” nunca tendría solución. Es como una influenza
e insensible al tratamiento con antibióticos pero contrarrestado por los
poderosos anticuerpos de”el seny catalán”.
Resulta bastante fatigoso recopilar los
sondeos de opinión de las últimas décadas que nos explican que la mayoría
absoluta de los catalanes no juja por la independencia ni siquiera por el
Estado Federal, ni tampoco tuvo gran interés por el anterior Estatut ni por el
nuevo y controvertido. Al botiller lo que le puede apasionar es el dinero que
se paga y también el que se recibe pero no las extrañas peripecias de
Casanueva. El nacionalismo radical es de un voluntarismo exclusivo de la clase
política empeñada en arrear a los catalanes hacia su aprisco. A la postre y únicamente
por un partido de fútbol la bandera española ha podido competir con “la
senyera”. Quizás el problema resida en que el nacionalismo español-afortunadamente-
es aún menos vigoroso que el catalán.
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