La reina Sofía no acude a
las corridas de toro aunque nunca ha criticado “La Fiesta”. Su antecesora Doña
Victoria Eugenia acudía a los cosos por congraciarse con el pueblo pero calzaba
unas gafas oscuras tras las que desmayaba a sus párpados. Los Príncipes de
Asturias tampoco frecuentan a menudo las plazas y su Majestad EL Rey que
precisamente no parece antitaurino prácticamente limita su presencia en el
callejón a la madrileña Corrida de la Prensa o a la de Beneficencia donde solía fumarse los
puros que ahora sus médicos le acaban de prohibir. Pero hacer ley de comprensibles tan egregios disgustos
no da para prohibir la tauromaquia.
Es paradójico que en las periferias donde
tiene su asiento los diferentes separatismos sea tan poderosa la afición a la
Fiesta Nacional; aunque sea el fútbol
quién gane la batalla. Tras Sevilla y Madrid el toreo crece en su
apasionamiento en la Semana Grande de Bilbao, en San Fermín en Pamplona y en La
Monumental de la Ciudad Condal donde en un tiempo llegaron a tener hasta tres
p0lazas abiertas y donde José Tomás, un
madrileño, ha levantado su santuario.
Si los toros salieran a la arena con la
seyera como divisa no se habría forzado las surrealista votación de hoy que
nada tiene que ver con el derecho animal sino con la monomanía identitaria de pasar la garlopa por la ramita
más pequeña del recuerdo de una España imperialista, opresiva y extranjera. Ni
un catalán como José Borrell logró de quitar de las carreteras españolas la
figura del toro de Osborne. Expertos en crear problemas de la nada sólo
conseguiremos que los huesos de Ava
Gardner, Orson Wells, Jean Cocteau, Goya o Picasso se remuevan en sus
tumbas.
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